Aun colea la incomprensión que del primer Trump, el de 2016, mostraron los autodenominados liberales españoles: como incluía medidas de protección industrial y trasladaba el lenguaje militar al ámbito arancelario (un paso retórico deseable para cualquier persona normal), los guardianes de las esencias lo expulsaron del liberalismo.
Estos guardianes respondían a intereses muy concretos, a menudo con traducción presupuestaria, y no había en ellos probidad intelectual sino la defensa, para más inri, de posiciones monopolísticas: sus púlpitos, su derecha congelada en el tiempo y su PP. Personas acostumbradas a patrimonializarlo todo ¿cómo no iban a patrimonializar también el liberalismo? De nada bastaba que Trump ofreciera una gran rebaja de impuestos y que su programa fuera apoyado por alguien como Laffer, economista de Reagan. ¡Ah, Reagan! Tito Ronald y tita Margaret son los fetiches reconocibles de una casta de elitistas profesionales, nigromantes del mercado, sedicentes liberales de los que hay que liberar al liberalismo.
Así conseguían negar a Trump la etiqueta mágica que en la España posaznarista todo lo puede en la derecha: liberal, privilegio y credencial reservado al mundo neocon antitrump que desde allí se extendía hasta el PP y su órbita de medios y chiringos.
Y algo parecido puede suceder ahora, con el Trump 2.0, el de 2024, que es Trump+Musk, el elontrumpismo que mezcla su propuesta de nacionalismo económico con libertarismo. Junto a la defensa del free speech (libertad de expresión), un discurso ya no solo asociado a la buena gestión y la libertad económica, sino a una libertad para el desenvolvimiento de la tecnología y el emprendimiento, simbolizados en la nueva carrera espacial y esos cohetes de Musk que regresan del espacio y aterrizan solos.
De esta manera, las propuestas soberanistas se unen al desarrollo y la innovación. En España, ese discurso «procrecimiento» se vincula sistemáticamente al paquete ambientalista de Bruselas y a un liberalismo globalista e institucionalista apegado al establishment que tratara de ocultar o arrastrar para sí los ecos del elontrumpismo; esto es, la defensa del crecimiento y la innovación desde posiciones soberanistas, disconformes con el marco ideológico hegemónico.
Junto a la imagen del Tesla Cybertruck, el cohete y el X de Musk, en el nuevo Trump hay una forma de libertarismo constitucional. La voluntad de superar el Estado Administrativo y su burocracia no electa, que manda sin haber sido votada, con un ideal retorno al Estado libertario anterior (señalado por Yarvin). El clásico recurso a las fuentes constitucionales. Esto está relacionado con el instrumento más llamativo y celebrado de la nueva administración Trump: el DOGE, el Departamento de Eficiencia Gubernamental de Elon Musk y Vivek Ramaswamy, dos tecnoempresarios antiwoke. Y aquí encontramos, en sintonía con un Milei, no solo la bajada de impuestos y la eliminación de la burocracia sino un énfasis muy concreto en la pura desregulación: en la eliminación de leyes y la simplificación regulatoria que ya avanzó el primer Trump. Este motivo, defendido públicamente por Musk, empresario innovador sensible a la sobrecarga regulatoria (explorador del futuro ante la jungla de reglamentos), parece remontarse a las fuentes mismas del libertarismo y del anarcocapitalismo, a la figura del filosofo inglés del XIX Herbert Spencer.
En Demasiadas leyes, una obra de 1853, Spencer escribe contra la excesiva regulación, la excesiva influencia del Estado vía legislación. A mediados del siglo XIX ya se quejaba de la over-legislation. No es solo que el Estado sea ineficaz, y que haya cosas que hace mejor la sociedad, es que la regulación crea problemas nuevos. Establece Spencer una especie de axioma: «La ley introduce males laterales, a veces más graves que los primitivos». El legislador, que no lo sabe todo, nunca soluciona los males que pretende remediar, y además crea problemas derivados. «Medidas con buena intención generan males imprevistos».
Hay dos tipos de «mecanismo social»: el «administrativo», en el que creen con fe supersticiosa los temperamentos filantrópicos, y el «espontáneo», el de las «instituciones espontáneas» con las que anticipa a Hayek.
«El gobierno cumple ya mal sus deberes naturales. Más mal aún cumpliría los otros… regular de un modo indirecto o no la conducta particular de los ciudadanos, pues es un problema de infinita complicación».
El poder público, para ello, debería ser ubicuo y conocer nuestras necesidades mejor que nosotros mismos, y resolver además el problema de la delegación. Si el legislador ya ha demostrado todas las posibilidades de la imperfección humana, ¿cómo lo hará el funcionario delegado por el legislador? En esta persona, el interés por realizar su función ya no es primario sino de otro tipo.
«El método que hace pasar el poder de los colegios electorales a los miembros del Parlamento, de éstos al ejecutivo, del ejecutivo a una oficina, de la oficina a inspectores, y de los inspectores por fin, bajo sus órdenes, a los que hacen el trabajo (…) son procedimientos demasiado complicados para valer gran cosa: y en cambio, el auxilio directo, de parte de la sociedad a los individuos, a las compañías privadas, a los establecimientos creados por la iniciativa de los particulares, es un medio tanto mejor cuanto que es más sencillo».
Y esto es lo que, en cierto modo, está en solfa ahora en EEUU. La realidad monstruosamente burocrática de un Estado Administrativo en que el poder lo tiene el legislador, el Congreso, que lo delega en agencias reguladoras. A esa delegación y su fractal regulatorio se quiere enfrentar el libertarismo trumpiano.
Frente a esa esclerótica cascada administrativa que por entonces solo se apuntaba, Spencer defendía el método social, privado, que no parte de una plan preconcebido sino del «tanteo». Para Spencer, evolucionista, el cambio social es hasta cierto punto ilegislable porque siempre es imprevisto, el progreso siempre tiene algo sorprendente e inadvertido. «Los cambios sociales, muy lejos de seguir la vía más verosímil, siguen siempre las que, a los ojos del sentido común, eran menos probables». Los cambios más inesperados se introducen por las vías más extrañas. Y pone ejemplos como el de Arkwright, inventor de la hiladora mecánica de algodón, que era barbero, «o el labriego que inventó la hélice propulsora de los barcos de vapor»… El progreso es impredecible, lo traen, como de otro lugar, individuos inesperados, y es normal que aquí, en esta prefiguración del emprendedor, se vean reflejados Elon Musk y otros empresarios de la nueva tecnología que van girando su libertarismo hacia la derecha nacional de Trump. El mayor dinamismo se alía al nacionalpopulismo para reclamar una vieja libertad constitucional y una nueva libertad futurista. Y ninguna de las dos se parece mucho a la acartonada y privilegiada forma de libertad que detentan aquí los de siempre, con sus borlas hereditarias y sus calcetines de petimetre.