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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Democracia saludable

10 de octubre de 2020

Para comprender la actualidad hay que salirse de la actualidad, como el que da tres pasos hacia atrás para mirar un cuadro. Con esa intención, leo Lo mínimo que usted necesita saber para no ser un idiota (2013), de Olavo de Carvalho, donde encuentro una serie de artículos de 2011 que iluminan, casi diez años después, nuestra situación como casi nada de lo que se está escribiendo ahora.

El filósofo brasileño empieza criticando la consabida receta de Norberto Bobbio: «La única solución para los males de la democracia es más democracia». Carvalho hace notar perspicazmente que «más democracia» implica politizar más una sociedad civil ya bastante ahogada de eslóganes, sufragios, decretos-leyes y estadísticas; y advierte contra «la tentación suicida de democratizarlo todo». Las verdaderas democracias son las que funcionan; y ésas asumen que la democracia no es el remedio para todos los males. Por eso, califican su sistema político (como hace la Constitución española) de «Estado social y democrático de Derecho», apoyándose sobre las cuatro patas que le dan estabilidad: la nación, primero, como marco estatal y de soberanía de referencia imprescindible; la sensibilidad solidaria, para dar contenido de prosperidad privada y pública a ese marco; en tercer lugar, la democracia, desde luego y, por último, la separación de poderes y el principio de legalidad como reglas del juego. Ya lo advirtió Aristóteles, pero Olavo de Carvalho cita a Bernanos para prevenirnos de la sobredosis: «La democracia no es lo opuesto a la dictadura, sino la causa de ello». Si una mesa está coja, alargar y alargar una sola de sus patas no es una idea espectacular.

Produce una enorme melancolía pensar que un observador tan riguroso como Carvalho hace menos de diez años consideraba a España una democracia en plena forma y hasta la proponía como ejemplo a la de su país y su entorno.

Carvalho se pregunta qué proporción de democracia es la saludable y, pensador profundamente realista, se deja de dibujos teóricos y acude a esas democracias que mejoran la vida de sus ciudadanos. Cita las más antiguas, Reino Unido y los Estados Unidos, después (segunda mitad del XIX) se incorporaron las monarquías escandinavas; tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania, Italia, Francia e Israel (desde su misma fundación en 1947). Las más jóvenes democracias saludables, afirma, son España y Portugal y, tras la caída del Telón de Acero, los países de Centroeuropa.

Sin oír los cantos de sirena de los politólogos («A más doctores,/ más dolores», reza el refrán español), deduce de la práctica el denominador común de esas democracias modélicas. Son la efectiva división de poderes, las respetuosas distancias entre sociedad y política, una verdadera discusión en pie de igualdad entre izquierda y derecha y la existencia de grandes zonas de la vida cultural, social y económica libres de la influencia de las ideologías. Síntomas de enfermedad son las interferencias del Ejecutivo en los otros dos poderes, la hegemonía del pensamiento políticamente correcto que reprime el discurso libre, el control de la izquierda de los medios, universidades, editoriales y premios literarios, y, sobre todo, la pretensión paradójica de democratizarlo todo en cuanto que cualquier garantía legal o formalidad administrativa o libertad intelectual o incluso dato histórico incomoda al poder.

Produce una enorme melancolía pensar que un observador tan riguroso como Carvalho hace menos de diez años consideraba a España una democracia en plena forma y hasta la proponía como ejemplo a la de su país y su entorno. Hoy no hay síntoma preocupante que no padezcamos con virulencia. Es fácil comprobarlo —ahora sí que debemos acercarnos tres pasos para ver los detalles del cuadro— en la prensa del día: impúdicos intentos de controlar a los jueces, un vicepresidente a punto de ser imputado en el Supremo, una oposición o domesticada o acusada de antidemocrática, etc. Hay que asumirlo, porque la primera condición para la curación es un correcto diagnóstico.

Tampoco debemos desesperanzarnos por esta recaída. Ya sabíamos que la salud es «un estado transitorio que no augura nada bueno» y que la democracia saludable, como define Carvalho, es «la administración feliz de un conflicto irresoluble». Habrá que plantar cara y buscar tratamiento. Con el consuelo añadido de que hemos de acometerlo, lejos de la fría posición de modelo ejemplar, codo con codo con nuestros hermanos de América, que cada vez más vamos a una. Para empezar, el perspicaz brasileño nos ha regalado la primera consulta, el brillante diagnóstico y la segura receta.

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