Ella le puso el teléfono en la mano y le dijo: “Así no puedes seguir. Llama”. Él frunció la boca, sacó de la cartera un trozo de papel arrugado con un número de teléfono y marcó despacio. Sonaron tres tonos hasta que una voz de mujer saludó: “¿Diga?”. Él tragó saliva. Ella repitió: “¿Oiga?”. Él susurró: “Ministra…”. Ella insistió: “Sí, ¿quién es?”. Él puso la mano en el micrófono, se volvió hacia su mujer y negó: “No puedo”. Su mujer le taladró con la mirada, le pellizcó en el brazo y dijo, tajante: “Josep, no me jodas”.
Él suspiró una vez más, retiró la mano que cubría el micrófono y dijo: “Ministra, sí, buenos días, perdona que te moleste. Soy Rebollet, Josep Manel, bueno, eh, sí, ya sabes, el diputado de Esquer…”. La ministra no le dejó acabar: “Sí, claro, diputado, ¿en qué puedo ayudarte?”.
Media hora después, un coche con los cristales tintados y matrícula del Parque Móvil se detuvo frente a la casa madrileña del diputado catalán. Del auto bajaron tres hombres trajeados. Uno de ellos se quedó controlando la calle. Los otros dos pulsaron el botón del telefonillo, aguardaron el zumbido que abría la puerta, entraron en el portal y subieron al tercero, letra B. La puerta se abrió y ellos preguntaron: “¿Diputado?”. Rebollet asintió. “Venimos a llevarle al hospital, está todo preparado. Ingresará con nombre falso y se le operará hoy mismo”.
Rebollet sonrió y bajó la cabeza, avergonzado mientras susurraba: “Son estas malditas hemorroides que… Ya le he dicho a la ministra que, por favor, que no se entereTeresa Jordà que no he ido al homeópata ni al acupuntor”.