Los hechos sucedidos en Getafe, en el que unos jóvenes falangistas irrumpieron en un acto filo-etarra, no son más que la misma medicina que la izquierda lleva años empleando en la universidad. Desde luego a ellos les ha ido muy bien y han conseguido decir quién puede habalr y quién no en un foro que es de todos.
En este caso únicamente se han coreado consignas y se ha mostrado una abierta discrepancia, cosa que no suele suceder en las acciones de la izquierda, donde la violencia suele ser precisamente la consecuencia de la criminalización de los discrepantes. Los organizadores, que afirman no ser proetarras, es evidente que se mueven en esa línea ambigua por la que los actos que “comprenden” y “explican” el terrorismo se miran bajo la óptica de la “libertad de expresión” y a los que no piensan así se les tilda de “fascistas”. Esto no es si no un caso más del doble vínculo que alienta a la censura de nuestro tiempo: lo “políticamente correcto”.
La esencia de lo “políticamente correcto” no es atacar un orden establecido. Pese a que la izquierda alega rebelarse contra el orden y critica, denuncia y destruye aquello que durante siglos ha sido el fundamento de la sociedad, en realidad son los niños mimados del presente entramado de poder. Lo “políticamente correcto” -y a sensu contrario, lo incorrecto- es una lucha de legitimidades, no de relaciones de poder. Defender, por ejemplo, la unidad de España queda deslegitimado por la asociación -real o no- de España con el régimen de Franco, por ejemplo.
Defender la II República ennoblece al político de turno. Esto sucede porque las legitimidades están establecidas: Franco no era un gobernante legítimo por “golpista” pero sí lo fue Azaña con sus “tiros a la barriga”. Las banderas de Falange eran “asesinos franquistas” pero los carcamales de las “Brigadas Internacionales” aglutinan hasta el último concejal “progresista” a la hora de descubrir una placa infecta.
Poco importa que los gobernantes de la II República fueran la mayor colección de incapaces y fanáticos que viera la Europa de entonces, por supuesto, muy lejos del supuesto “talante” democrático con que les bautizó el inefable Rodríguez Zapatero. Tampoco importa que Stalin vaciase sus cloacas en España y juntase a todos los lunáticos del bolchevismo occidental en sus tristemente conocidas “Brigadas”. Todas esas legitimidades se establecen controlando el discurso histórico.
De ahí que en un acto en el que se cubre con el “manto de la libertad de expresión” por igual los “tweeters” de una pobre ignorante que ve con sarcasmo el atentado contra Carrero Blanco -imagino que no lo vería igual si el chófer asesinado junto a Carrero fuera su padre o su hermano- o la ofensa a las creencias católicas, mayoritarias de la población española, nadie repare en que, a fecha de hoy, el mayor número de detenidos por “delitos de odio” se halla en toda Europa entre aquellos que los organizadores de la conferencia de la Carlos III califican de “fascistas”, mientras que la “libertad de expresión” oficial tiene una notable manga ancha para con los contrarios. En Barcelona se acusa de “delito de odio” a una minúscula librería pero el “España nos roba” de los energúmenos de la CUP o de ERC campa a sus anchas.
Esta asimetría es sospechosa y demuestra que la panoplia de la “libertad de expresión” lo que busca es exonerar a terroristas y dementes al tiempo que militantes políticos disfrazados de fiscales, acaban con las ideas heterodoxas a base de meter en el mismo saco a la discrepancia y al verdadero fanatismo.
Por ejemplo, ser hombre (varón), blanco, heterosexual y encima católico o, cuando menos, creyente, es tener todas las papeletas para que cualquier idiota te rompa la cara y pueda luego apelar a la “libertad de expresión”. Total, nadie va a acusar a las FEMEN -o similar- de “delito de odio” porque las legitimidades están tan establecidas que al final el “odio” solo viene de hazteoir.org, que dice que los niños tienen “pilila”. Otra cosa es que las supuestas legitimidades, en las que se basa lo “políticamente correcto”, no descansen en una monumental estafa histórica e ideológica.
Y es que no solo las ideas, si no también las representaciones que hacemos de nuestro propio pasado, tienen consecuencias. La lucha por el pasado es una parte fundamental del control del presente porque es esa legitimidad sobre el pasado lo que permite fijar las actuales relaciones de poder y hacer que al final la Policía te haga entrar en razón. Gente como la de la Carlos III lo sabe muy bien.