La crónica proviene de Alemania: el zoológico de Leipzig ha sufrido duras críticas por alimentar a un león con una cebra. El animal tenía quince años, no podía reproducirse y fue tras intentar durante un año sin éxito reubicarlo en otro centro que tuvo que ser sacrificado por falta de espacio; tras eso, nada más razonable —ni ecológico— que ofrecerla como alimento a los leones. Ya ven: un león random haciendo su dieta natural, una vieja cebra que encuentra su destino habitual y se arma la marimorena. Y no hablamos de un zoológico infradotado y sospechoso de cometer irregularidades, sino de uno considerado modélico por sus condiciones. Hasta la vida media que alcanzan sus fieras es envidiable, y desde luego superior a la que estas alcanzan… en su propio hábitat. Una madre que visitaba el zoo con sus hijos grabó la escena; después presentó una queja formal ante la dirección del centro, que rápidamente salió a dar explicaciones. Seguidamente, una jauría de animalistas hizo hincar la rodilla a la dirección del centro, que tuvo que despedir («reubicar») a uno de sus colaboradores.
La Fundación Toro de Lidia se hizo eco de la noticia y se encontró con la antológica respuesta de un tuitero, que los tachó de demagogos: «La crítica no es porque un león se coma una cebra, es porque había niños de visita en ese momento». Y si acaso cree, querido lector, que el comentario del tuitero es un desvarío aislado, le confirmo que algunos niños acudieron con posterioridad al psicólogo, pues se ve que sus padres advirtieron amenaza de trauma. Tal vez haya a esta hora abogados trabajando en demandas, en las que haya apartados, no sé, como este: «Pedimos que el zoo nos indemnice en lo que nos costaron las entradas para ver El rey León y exigimos que se nos reembolse el importe del campamento Vegano y Moralmente Bueno al que enviamos a nuestro hijo el verano pasado». O cualquier dislate por el estilo.
Que los leones no son vegetarianos es algo que, a priori, los adultos saben. De modo que toda esta histeria no puede responder a un aspecto del mundo que los seres humanos debamos cambiar para mejorar —no es moral, para entendernos—, sino a algo de la realidad que molesta a unos cuantos —es moralina—. La impugnación de aquello que sin estar mal afecta a la propia sensibilidad sigue creciendo, y uno sólo espera que tras esta pleamar de estupidez llegue una bajamar que nos muestre que en el mundo hay en verdad mucha más gente cabal de la que parece. Y que tenemos que volver a una vieja práctica: ignorar, sin más, sin declaraciones ni por supuesto medidas correctoras, a quienes por sentirse perturbados perturban la inteligencia ajena. Un poco a lo Clark Gable: «Francamente, querida, me importa un bledo».
Estamos fabricando gente blandita e ignorante por encima de nuestras posibilidades. Estamos aniñando el planeta, por lo menos en su facción pudiente; estas cosas no dan ni para unas risas donde la gente teme no comer no tres, sino una sola vez en el día. Por lo demás, es de primero de biología, incluso para un escolar, que existe algo llamado «cadena trófica». Pero como ahora a los niños los metemos en urnas hogareñas y cibernéticas —mientras se atiborran, eso sí, de pornografía en las redes, y se exponen a otra clase de depredadores—, pues ellos, parece ser, primera noticia. Cualquier chavala o chaval de antaño llegaba a los 12 años habiendo presenciado unos pocos documentales de estos en vivo y en directo. ¿Cuántos gatos no habrán visto los niños de antaño comiendo ratones, o arañas comiendo lo que fuera, o cosas «peores»? Ahora piensan mayoritariamente que los filetes son esas cosas que crecen en las bandejas plastificadas de poliespán y ellos encuentran en los supermercados.
Curiosamente, la respuesta del tuitero aquel lo aleja del único argumento que, aun siendo débil, puede esgrimirse contra los toros: que las personas, a diferencia de los leones, tenemos libertad para elegir cómo vivimos. Su postura viene a demostrar que el combate antitaurino no se hace casi nunca desde la razón, sino desde el más pueril emotivismo à la Disney; que no va de hechos ni argumentos, sino de emociones baratas y sentimientos disparatados. Nos negamos de plano a que en el mundo haya depredadores; consecuentemente, les decimos a los pequeños que el mundo, incluido el animal, es un capítulo de los Teletubbies. Todas las dudas que uno pueda tener —todas son pocas— en cuanto a que estemos enseñando a los niños a ser críticos y morales, se convierten en certeza en cuanto a que los estemos haciendo mansos. La mansedumbre es necesaria para los abusones; y hay muchos a los que alimentar que tienen la sartén por el mango.
En una reciente ocasión en la que tuve el privilegio de someter mi obra moral a un grupo de doctores en filosofía, se me planteó lo siguiente: ¿cómo podía yo defender, desde la ética, que la violencia no es de suyo inmoral, y conjugar esa posición con Mateo 5, 5, «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra»? La ética está más allá de la religión; pero, como también he argumentado por escrito, el honor ético, el máximo grado de evolución moral que hemos alcanzado, no habría sido posible sin el Sermón de la Montaña. De modo que venía a cuento; pero no supe explicarme bien en el debate. Luego recordé que la mansedumbre que Jesucristo defendió distaba de ser absoluta, porque también está Mateo 10, 34 («no he venido a sembrar paz, sino espada»), y sobre todo su irrupción en el templo, plena de justa violencia. Porque resulta que el mundo, como decía Freud, no es una guardería, y sólo está mal el tipo inadecuado de violencia; y no, por ejemplo, la que combate la agresión y defiende al vulnerable cuando es abusado. No digamos la no violencia de un león que se zampa una cebra que ya está muerta.
No necesitamos más personas mansas —estamos servidos, muchas gracias—, sino más justas, razonables y valientes.