«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

El ático

27 de enero de 2023

Ediciones Monóculo acaba de cumplir su primer año de vida y para celebrarlo los editores organizaron un acto, entrañable y sencillo, al que acudió un buen puñado de amigos y, entre ellos, algunos de los escritores que hemos tenido el privilegio de publicar en la joven editorial. En los corrillos que se fueron improvisando a lo largo de la noche estuvimos glosando, entre otros asuntos, el contexto de derrumbe general al que parecen abocarnos los tiempos. No creo traicionar el espíritu de las intervenciones si afirmo que el tono no era específicamente de derrota, sino más bien descriptivo, unánime en la constatación de la debacle, aunque salpicado con alguno de esos arabescos irónicos que siempre ayudan a refrenar la tendencia a encallar en el fatalismo. 

Hay ocasiones en que una imagen fija el perfil de la realidad con mayor exactitud que una reflexión extensa y argumentada. Eso fue lo que ocurrió en cierto momento de una de esas conversaciones. Alguien mencionó la descomunal labor de ingeniería ideológica que ha transformado la sociedad durante las últimas décadas y fue entonces cuando otro de los presentes sacó a colación el ático. Dijo –y aquí me tomo la licencia de transcribir un fragmento de una conversación privada– que casi todos habitamos en las alturas intermedias de un edificio de varias plantas. Allí transcurre nuestra vida la mayor parte del tiempo, previsible y ordenada, envuelta con frecuencia en un vaporoso halo de gregarismo sin el cual la existencia colectiva resultaría inviable. Pero por encima de ese nivel, en lo más alto del edificio, hay un ático, y en ese ático está todo lo que nos eleva sobre nuestra condición funcionarial. Allí se residencian las aspiraciones que están por encima del interés utilitario, de los cálculos materiales y de los apremios de la satisfacción psicológica; allí se localiza el apego a determinadas virtudes y la insistencia en ciertas costumbres y lealtades sin las cuales acabaríamos no sabiendo quiénes somos; y allí, por descontado, se ubica nuestra idea de Dios.

Es posible –agregó nuestro interlocutor– que en ese ático la luz permanezca apagada durante mucho tiempo, años incluso, pero en cualquier instante puede volver a encenderse, y, aunque parezca una afirmación de perogrullo, la posibilidad de que ello suceda depende de un único factor: de que el ático siga ahí. 

Pues bien, a lo que la ideología hegemónica se ha dedicado desde que se hizo con el control de la práctica totalidad de los medios de propaganda y adoctrinamiento es a demoler ese ático. Han conseguido confinarnos en una atmósfera lúdica, estupefaciente, urdida a la medida de sus intereses. Allí pasamos el tiempo, un tanto apelotonados, como una agregación de individuos unidimensionales, como el proyecto de masa indiferenciada en la que aspiran a convertirnos, más o menos satisfechos con las comodidades materiales de las que se nos permite disfrutar por el momento y cebados con la papilla ideológica que nos suministran a todas horas. 

Por supuesto, el estado de conformismo intelectual al que aboca este orden de cosas implica la renuncia a dirigir la mirada hacia un nivel más alto. El ático ha sido desmantelado, pieza tras pieza (oh, ese extraño engendro que nos domina hoy, híbrido entre las mutaciones culturales del 68 y las necesidades del ultracapitalismo globalista), de modo que sobre nuestras cabezas se abre un inmenso espacio sin márgenes, sobrecogedor en sí mismo, pero frente al cual hemos sido instruidos (¿amaestrados?) para reaccionar con indiferencia. 

Desprovista de la densidad que le confiere el sentido del misterio, la existencia se empobrece en todas sus dimensiones. La curiosidad se extingue. La vida de la imaginación languidece. Los rituales se vuelven incomprensibles y finalmente se abandonan. Como aliciente vital, al individuo no le queda sino la posibilidad de creerse protagonista de un proceso de emancipación en el que, en realidad, en todo momento se le está dictando lo que ha de hacer, además del recurso de participar en ocasionales escapadas a los sótanos del edificio para aliviar allí sus apetencias menos confesables. 

La imagen del ático brilló como un relámpago y luego se extinguió con la misma prontitud con la que había surgido. Pero su fulgor tuvo algo de epifanía, de inspiración clarividente. Desveló la esencia de un tiempo. Nos brindó la ocasión de contemplar el desabrido rostro de una época que, creyendo rebelarse, no hace otra cosa que malvender su libertad a los nuevos señores de la historia.

Quizá ya sea hora de ponerse manos a la obra y empezar a reconstruir ese ático.

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