Subvencionados de manera directa o discreta, sin llegar a los niveles alcanzado por la prensa catalana que compartió, de forma unánime, un editorial, los medios de comunicación, es decir, las empresas dedicadas a la comunicación, anuncian algo parecido a la vuelta del bipartidismo. Con el apoyo de las casas de encuestas, cuyo adecuacionismo es patente según avanzan los días, la misma prensa que se volcó con Sumar para dar la puntilla a Unidas Podemos y que, tras ofrecer información sobre el PSOE y el PP pasaba al moribundo Ciudadanos obviando a Vox, obligatoriamente tildado de ultraderechista, presenta un duelo entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo. Bipartidismo llaman a este supuesto reparto del espectro político español. En consonancia con esta supuesta realidad, las puertas de los debates pero, sobre todo, de los llamados programas de entretenimiento, aquellos que, de manera más o menos sutil, consolidan el discurso dominante, se cierran para la llamada «extrema derecha», rótulo bajo el que se lleva a cabo un auténtico cordón sanitario.
Sin embargo, y a pesar de la machacona e interesada insistencia en presentar a España dividida en dos bloques —conservadores frente a progresistas—, lo cierto es que tal estructura no se compadece con la realidad. En efecto, tanto «la derecha» como «la izquierda» han contado con una serie de habituales compañeros de viaje… hacia la erosión de la soberanía nacional. Un simple vistazo a los apoyos que ambos, «la derecha» bajo diversas marcas, la izquierda con la presencia hegemónica del PSOE, a menudo intervenido por el PSC, revela que tal bipartidismo nunca existió, pues este siempre hubo de apoyarse en otros mal llamados partidos políticos, por su relación con el Estado, singularmente CiU y el PNV, organización que casi siempre ha decidido quién pernoctaba en La Moncloa.
Más que bipartidismo, hasta hace un tiempo podríamos hablar de tetrapartidismo, o lo que es lo mismo, un partido «de derechas» o «de izquierdas», signifique eso lo que signifique, instalado en Madrid, apoyado o, por mejor decir, chantajeado por un partido «de derechas» o «de izquierdas» de ambiciones secesionistas. Sin embargo, esa engañosa realidad se ha complicado enormemente desde, al menos, los tiempos de José Luis Rodríguez Zapatero, hoy convertido, gracias a los medios antes aludidos, en una suerte de oráculo, de heraldo de esa paz cuyas zetas se agolpaban en su boca durante sus días de presidente del Gobierno. Fue, en efecto, Zapatero, quien hizo un hueco al mundo filoetarra en las instituciones, decisión ante la que, para variar, Mariano Rajoy permaneció impávido. Con EHBildu en las instituciones, el PSOE se aseguraba, el tiempo así lo ha corroborado, una opción alternativa, sostenible y feminista, a ese PNV de resabios clericales que representaría a una euskoderechona. En Cataluña, el crecimiento de ERC ofrecía también una variante a la adusta derecha representada Pujol y sus sucesores. Del pretendido bipartidismo, llegaríamos a una suerte de hexapartidismo al que habría que sumar la unión, bajo diferentes marcas, de una serie de izquierdas extraviadas tras la caída de la Unión Soviética, siempre al servicio de causas —lingüísticas, culturales, «de género»— debilitadoras del Estado. La asunción de esa anómala y excepcional realidad española es la que explica la indisimulada censura en las teletribunas del único partido que ofrece un programa realmente nacional.