Si algo debemos aprender de las izquierdas de todo el mundo y de todas las épocas es su persistencia. Aquellos temas en los que pretenden imponer un criterio no los abandonan nunca; nada es suficiente en la tarea de adoctrinamiento que despliegan; insisten, repiten, exhortan, influyen, presionan, convencen hasta que sus «verdades» se vuelven un mantra indiscutible, que se acepta, se adopta, se respeta y se incorpora. El segundo paso es la intolerancia. Frente al intento del más tímido debate de cualquiera de sus principios, la reacción de las izquierdas es airada; se escandalizan ante la mínima pretensión de disenso. Se ofenden y descalifican la diversidad de voces. Lo instalado por ellos no se discute.
Con este método han ganado mucho terreno en la batalla cultural. Las sociedades libres, republicanas y moderadas resisten sus modales y, por rechazo a la violencia de estos grupos, se ha cedido mucho espacio, ahora vemos que demasiado. Es tiempo de cambiar el método y volverse intransigentes con la verdad para impedir que se la someta a manos de la manipulación ideológica.
El pasado viernes 26 de julio, las redes sociales estallaron de ira y desagrado al contemplar un grupo de personas transgénero en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos en París recreando la Última Cena con disfraces vulgares al son de música electrónica.
Hombres semidesnudos con barba y ropa femenina bailaban mezclados entre niños de corta edad. Fue una auténtica expresión de mal gusto que no quedó sólo en eso: la desagradable parodia a la religión católica y a los valores de Occidente fueron tan innecesarios como antiestéticos.
La Conferencia Episcopal de Francia condenó «las escenas de escarnio y burla al cristianismo» y describió como «lamentable espectáculo» lo ocurrido en París; «no hay derecho a ofender sentimientos tan hondos de nuestra fe católica» concluyó el comunicado al describir como «burla grosera» al simulacro caricatuersco de la Ultima Cena.
El Arzobispo de Santiago de Chile se sumó al rechazo: «Me duele y decepciona la parodia grotesca de lo más sagrado que tenemos los católicos, la eucaristía», indicó el prelado a través de su cuenta de X.
El público en general también lo consideró como un gesto de provocación y violencia por completo innecesario. La belleza de las tomas aéreas, la imponente iluminación de la icónica Tour Eiffel o el desfile de embarcaciones por el Sena no compensaron el espectáculo bochornoso de niños pequeños mezclados en una coreografía, entre obscena y absurda, con hombres barbudos disfrazados de mujer, drag queens y una teatralización que ridiculizaba un episodio de la historia sagrada, valorado como trascendente para millones de fieles.
Distintos dirigentes de VOX en España alzaron su voz, el viceprimer ministro italiano Matteo Salvini describió el espectáculo como «insultante y sórdido»; al igual que el primer ministro húngaro Viktor Orbán, todos expresaron su desagrado. «No hay moral en Occidente» sentenció Orbán. No sabemos si es tan extremo el daño, pero al menos quedó claro que las minorías woke impusieron su mal entendido progresismo porque lo que se vio no es respeto por la diversidad sino todo lo contrario, un empujón autoritario que, lejos de pretender inclusión, mostró una clara intención de humillar y reemplazar una cultura milenaria. Se intentó un reemplazo cultural, que es el mecanismo de todo proceso de invasión, porque no suma sino que intenta suplantar lo anterior por lo nuevo. Es un deliberado proceso de sustitución.
Es casi un contrasentido que París, sinónimo de estilo, belleza y sofisticación, haya sido sede de un espectáculo ofensivo y decadente; el mundo contempló cómo el mal gusto se apoderó de una ciudad tan glamorosa.
Un usuario de la red X comentó con una ironía bastante próxima a la realidad: «En París hubo una fiesta LGTBQ+ y, de paso, se inauguraron los juegos olímpicos».
Los propios franceses tienen la sangrienta experiencia de las vidas que les costó una burla a Mahoma por parte de una publicación allá por 2015 o las consecuencias del atentado en la sala parisina Bataclan. Ellos, que vivieron en carne propia aquella tragedia, hoy se mofan de otra religión con absoluta impunidad. Cabe especular con que lo hicieron con la tranquilidad de saber que, a diferencia de los episodios mencionados, ningún católico mataría a otro ser humano por muy ofendido que se sintiera.
Otra de las apuestas de la filosofía woke es que agraviar a los católicos o a los judíos es libertad de expresión pero solo mencionar al mundo musulmán es homofóbico y racista.
Días después del revuelo ocasionado, los organizadores de los Juegos Olímpicos emitieron unas disculpas públicas dirigidas a los católicos y otros grupos cristianos ofendidos por la parodia de la célebre obra de Leonardo Da Vinci. El Comité Olímpico Internacional, por su parte, agradeció el comunicado del Comité Organizador. Nada fue demasiado contundente pero los responsables acusaron el golpe y se vieron en la obligación de reaccionar.
Por eso hoy cabe reconocer el éxito de la estrategia de las izquierdas en cuanto a instalar conceptos, criterios, conceptos y sentencias que se universalizan con los que avanzan sin descanso, y es hora de adoptar la misma estrategia: repetir la verdad en cada circunstancia, siempre y no dar por consolidado valor alguno e insistir en ellos sin descanso. Para eso hay que ser valientes y levantar las banderas de Occidente sin pudor ni vergüenzas.
«Siempre el coraje es mejor», dijo el enorme argentino Jorge Luis Borges.
Es imperativo que, quienes fueron criados en las tradiciones familiares, quieran mantener vivos los principios de Occidente y valoren la fe religiosa, cualquiera sea que se profese mientras respete la tolerancia por el prójimo, reprochen y resistan de manera permanente y sostenida este tremendo embate woke que ya ha llegado demasiado lejos.