Llevo veinte años escribiendo casi a diario en distintos periódicos y revistas. Como curiosidad y casi como orgullo, confieso que ningún artículo mío ha sido viral nunca. Teniendo en cuenta mi hipocondría, casi mejor. Y sobre todo porque me tomo muy en serio esa advertencia de Andrés Trapiello: «Lo más importante no es llegar a tener cien mil lectores, sino no perder los cien primeros». Habré perdido diez o doce de los primeros, pero más de ochenta de siempre me quedan. Mis artículos son, idealmente, una conversación entre un buen puñado de amigos, y no me veo dando un pregón ante extraños a voz en grito, que es mi imagen analógica (cual boomer) de un artículo viral.
Lo que es nuevo de estas últimas semanas es que he empezado a desear que mis artículos se muevan muy poco. Me ha entrado un poquito de miedo. Por supuesto, sigo diciendo lo que pienso, porque ésa es la base de este oficio, pero si paso un poco desapercibido, mejor. Ya sé que esto es muy personal, pero teniendo en cuenta que en casi cinco lustros no he tenido miedo nunca y he dicho siempre lo que me ha dado la gana, también vale de indicador de lo difícil que se está volviendo dar una opinión libre hoy en día en España.
Es verdad que nunca he tenido ningún problema. Tengo bastantes lectores que no piensan en absoluto como yo, pero me discuten sin escandaleras ni insultos personales ni amenazas y es un gustazo. Yo creo que mi estilo plateresco, hecho de referencias e intertextualidades, con dobles sentidos y triples ironías hace de filtro para que sólo los más inteligentes sean capaces de aguantarme tanto paréntesis y tanta reticencia.
Bien, pues incluso sabiéndolo y sin haber tenido ni una sola experiencia traumática, me ha entrado, como digo, el canguelito de hablar de los pronombres, de Rubiales, de mentar a Franco, de pedir el marquesado de Vilda, etc.
He recordado a mis dos abuelas. A ninguna de ellas les parecía nada prudente que yo escribiese artículos de política. Ni de nada. Preferían que no saliese en los papeles, salvo para la esquela de mi boda —cuanto antes— y para la de mi defunción —cuanto más tarde—. En política pensaban como yo, o, mejor dicho, al revés, pero clamaban prudencia. Yo, con la presunción de la juventud, presumía de la democracia que nos habíamos dado. «Estamos en un Estado de Derecho, e incluso siendo de derechas tiene uno presunción de inocencia y los fiscales y los jueces velan por la libertad de pensamiento y de expresión», les decía. Qué petulante. De pronto, me han entrado ciertas dudas sobre la fermosa cobertura del sistema jurídico. ¿No tienen ustedes la sensación de que se la están cargando? ¿Nos sentimos tan seguros como antaño? Yo, por supuesto, seguiré escribiendo lo que pienso, y más cuando, ay, no están ya mis abuelas para preocuparse por mí. Pero lo cierto es que yo me preocupo un poco por mi cuenta y riesgo. Lo ideal sería que ustedes —psch— no compartiesen este artículo. Inventemos lo mediático-catacúmbico. Por la cuenta que nos trae.