Apenas unos meses después de huir de la justicia española, Carles Puigdemont se instaló en un palacete de la ciudad de Waterloo. Según dijo la prensa afecta, el encargado de sufragar tan suntuosa solución habitacional (550 metros cuadrados, seis dormitorios, tres baños, sauna, cuatro plazas de garaje y jardín) fue Josep Maria Matamala que, generosamente, comenzó a pagar los 4.400 euros que costaba cada mes el retiro del político gerundense, antes de ser nombrado Senador del Reino de… España. Desde 2018, por la mansión belga han pasado sedicentes y sediciosos cortesanos encargados de mantener la ficción de una república que sufrió un baño de realidad —«¡La República no existe, idiota!»—, a manos de un mozo de escuadra que fue sancionado por no sumarse a los efectos de lo que se denominó ensoñación. A principios de abril del presente año, Puigdemont dejó Waterloo y se desplazó hasta la localidad francesa de Vallespir, cerca de la Cataluña a la que prometió volver en junio, al calor de los efectos de la amnistía redactada con los golpistas a medida de los golpistas. Sin embargo, las pocas túnicas que nos van quedando limpias, singularmente la del juez Llarena, que mantiene la orden de detención contra el ex presidente, han frenado la ambición del de Amer, siempre temeroso del maco, razón por la que ha tenido que replegarse a su residencia belga.
Frustrado su intento de regresar a Cataluña como Presidente de la Generalidad, es decir, como la más alta representación del Estado (español), en su región natal, Puigdemont ha tocado a rebato desde el corazón de la Europa que le protege, una semana después de reunirse, en delincuente sintonía, con Oriol Junqueras. Con el fin de articular una estrategia común, a Waterloo ha acudido un ERC electoralmente quebrantado, que trata de sacarle a Illa, es decir a todos los españoles, una financiación singular, es decir una financiación privilegiada y sin control alguno por el Estado, así como diversas entidades secesionistas, con el fin de abordar el retorno de los huidos y la aplicación de la Ley de Amnistía, de la que pretenden beneficiarse para seguir dañando a la nación española. A los mentados, se han sumado el ex inquilino de la prisión de Estremera, Jordi Turull, los republicanos zurdos, Marta Vilaret y Juli Fernández, representantes de la Asamblea Nacional de Cataluña, presidida por ese sopor que responde al nombre de Lluis Llach, miembros de la franquista Omnium Cultural e integrantes del lisérgico Consejo de la República. Del mismo modo que el miedo guarda la viña, el pánico a una detención paraliza a quienes siguen acusados del delito de malversación, razón por la cual, sus bravuconadas se emiten desde Bélgica, aunque serán amplificadas el próximo día 13 en la terreta que ellos perciben como república.
A dos meses de que llegue un nuevo 11 de septiembre en el que los lazis celebrarán una derrota que, en realidad, no fue, pues ni el bando vencedor ni el perdedor luchaban por una Cataluña independiente y, mucho menos, por una república, la malversación, rebatida por los periodistas y propagandistas orgánicos del PSOE con los argumentos más retorcidos, mantiene la itinerancia de la corte de Puigdemont. No hubo lucro o, en jerga gubernamental, «beneficio personal de carácter patrimonial», dicen los voceros, tratando de ocultar la evidencia del gran robo que se trató de llevar a cabo bajo la fórmula de la autodeterminación. Sí lo hubo, decimos los que somos conscientes de que la secesión es, en rigor, un enorme robo que conlleva el incremento patrimonial de la banda que lo perpetre y de sus secuaces.