Aún recuerdo esa mirada perdida, como de niño travieso desubicado, en el hotel donde se hospedó el Sevilla cuando ganó la segunda Copa de la UEFA. Jesús no soltaba la mano de su novia —hoy esposa y madre de sus dos hijos— y parecía ajeno al ambiente de euforia que embriagaba a futbolistas y aficionados (suerte que tiene uno) alojados en la campiña escocesa, a media hora de Glasgow, la noche de la final. El jolgorio de la cena, amenizada por un italiano salernitano disfrazado con falda escocesa a lo William Wallace, apenas inquietó a Navas, que acabados los postres se marchó a descansar a la habitación.
La fiesta se prolongó un rato más y la espantada de Jesús no era la primera ni sería la última. Antes había abandonado la concentración durante la pretemporada y, aunque entonces no se hablaba de la salud mental como ahora, en Nervión llevaban tiempo tratando la ansiedad que padecía su joven promesa. Los psicólogos se afanaban en sacar del pozo al chico, al que se le hacía un mundo abandonar a su familia y asumir que ya era todo un hombre, un adulto, parte esencial de un equipo de primerísimo nivel europeo: Kanouté, Renato, Alves, Luis Fabiano, Poulsen, Palop, Adriano, Puerta, Escudé, Maresca…
Caparrós hizo debutar a Navas hace 21 años y su carrera sólo cabe calificarla de milagro. El primero fue sacarle de su pueblo, Los Palacios, con 15 años y que dos después jugara en primera división. Hoy podemos decir que el segundo ha sido que el niño con tendencia a la evasión haya rozado los 40 jugando con una cadera destrozada el último lustro. Su hoja de servicios: un Mundial y dos Eurocopas con España («lo más grande es defender a mi país»), cuatro Copas de la UEFA, dos Copas del Rey, una Supercopa de Europa, una Supercopa de España, una Premier League (como el difunto Reyes) y dos copas inglesas.
Ganada la batalla contra sus fantasmas, Navas transformó su ansiedad en rendimiento y ya sólo corrió y corrió y nadie pudo pararle. Él fue quien le puso el balón botando a su amigo Antonio Puerta (otro difunto sevillista) para incrustarlo en la red y cambiar la historia de un club 58 años sediento de gloria en aquel inolvidable jueves de Feria contra los alemanes del Schalke. Ese gol abrió las puertas del cielo en Eindhoven. Y luego las de Glasgow, Turín, Varsovia, Basilea, Colonia y Budapest.
Tampoco detuvieron a Navas en su carrera feliz en Johannesburgo la noche que sorteó a cinco holandeses, como un niño huyendo de piratas, llevando el tesoro intacto hasta la isla desierta en que aguardaba Iniesta. Una carrera, y no sólo aquella de Sudáfrica, de mucha fe. Porque Jesús, antes que nada, es hombre familiar y en su pueblo es habitual verle en misa y comiendo en los bares de siempre cuando el fútbol lo permite. Una estrella que pasea como uno más por las calles y plazas que le vieron echar los dientes corriendo tras una pelota. En su despedida del Sánchez-Pizjuán dijo que se enorgullece de lo más difícil: no haber cambiado, ser el mismo chaval tímido y humilde que llegó sin hacer ruido.
Esta sencillez de hombre grande es tan difícil de encontrar como al propio Jesusito, con el que el Sevilla se topó por casualidad. Pablo Blanco, su mentor y director de la cantera de talentos de la carretera de Utrera, cuenta que fue a Los Palacios a ver a un portero que llevaba siguiendo algún tiempo. Había llovido el día anterior y el campo era un barrizal formidable del que, inesperadamente, emergió un enclenque que regateaba hasta los charcos. Un extremo diestro de poca talla al que le sobraba camiseta pero que encaraba a todo el que salía a su paso. Blanco lo vio claro y se lo llevó a Nervión.
El resto, ya lo sabemos, ha sido una carrera de vino y rosas. ¿Nos referimos al dinero, los títulos y las victorias en el césped? Nada de eso. Navas siempre llevó a gala una educación rigurosa, trabajó en silencio y jamás habló mal de ningún compañero dentro o fuera del campo. No hay entrenador ni futbolista, de Caparrós a Luis de la Fuente, de Pellegrini a Guardiola, de Rakitic a Carvajal, que no se haya rendido en elogios al duende de los Palacios.
El domingo es su último baile y da hasta pudor exigirle algo más, el sprint final: retirarse con una victoria en el Bernabéu. Quién dijo imposible, si ya conocemos los milagritos del niño Jesús.