A mediados de marzo de 2020 perdí el sueño. Entre el dolor de una operación reciente de ligamentos y los pensamientos fúnebres por la pandemia, durante muchas noches tragué techo con los ojos como los faros de un 600. Recurrí a los trucos conocidos como recorrer con el pensamiento las casas en las que viví y a las que jamás volveré, concentrar mi pensamiento en aburridísimas habitaciones blancas sin ventanas ni puertas e incluso leer complicados ensayos políticos. Nada logré, salvo volverme adicto a Dalmacio Negro y a Curtis Yarvin. A duras penas conseguía dormirme antes del alba. Me doy cuenta mientras escribo estas líneas de que no cuento nada que millones de españoles, atemorizados y estupefactos, no hayan padecido bajo el poder de Pedro Sánchez.
Una noche de aquellas, se me ocurrió levantar el móvil y buscar en Youtube algún vídeo con el que entretener el insomnio. Al algoritmo de la aplicación le dio por recomendarme un vídeo de Frank Cuesta, alias ‘Frank de la Jungla’, ese sujeto, eh, uh, atípico, por decir algo, que el gran Nacho Medina, viejo compañero en los orígenes del periódico La Razón, descubrió en Tailandia.
Recuerdo que dudé. Los reptiles y yo somos incompatibles y ver el inmenso despliegue de valor de ese chalado en sus encuentros con mambas negras, king cobras y pitones birmanas, me tensa. Yo buscaba algo para relajar el espíritu, no para achinar los ojos y apretar los dientes y otras partes del cuerpo mientras Wild Frank se recuesta junto a una serpiente mortal y marrón de Australia y la llama Maricarmen.
Pero también recuerdo que deseché la duda y pulsé el vídeo. Lo que vi, me asombró. Era Frank Cuesta. El mismo. Pero sin las grandes producciones de canales temáticos. Sin camarógrafos como Santi Trancho, que en paz descanse, persiguiéndole. Era Frank, pero grabándose a sí mismo de una manera doméstica, casi de aficionado, sin montajes ni cortes, mientras pasea por un lugar de Tailandia que él llama ‘El Refugio’ y nos enseña su trabajo diario con decenas de animales, la inmensa mayoría víctimas del comercio ilegal y a los que Cuesta acoge porque jamás podrían vivir en plena libertad en una tierra hostil.
Estoy enganchado a Frank Cuesta como en el pasado sólo lo estuve a Rodríguez de la Fuente y a Attenborough. La diferencia es que con Frank he aprendido más. De otra manera, pero más
El primer día, me tragué entusiasmado como diez vídeos seguidos de Frank en su refugio. En una noche de insomnio, entró en mi vida una cerda satisfecha llamada Chucho a la que no recuerdo haber visto jamás de pie; una nutria gimiente conocida como Chispas, una cacatúa feliz que repetía ‘Hola, Kaka’ a modo de saludo, un guacamayo o similar llamado Teta, dos capibaras suramericanas silenciosas y de mirada pasota a las que llama Capiruchi y Capirucha, y lagartos gigantes con hambre (de nutria o así), que no son bienvenidos al refugio, a los que Frank denomina Fulgencios —la alteración que manifiesta este canalla a la hora de poner nombre a los animales es como para que lo estudie un psiquiatra—.
Quizá el psiquiatra lo necesite yo más, porque llevo dos años enganchado, como cientos de miles de personas en todo el mundo, a mi ración diaria de un tipo en camiseta sin mangas y gorra hacia atrás y a su naturalismo heterodoxo. Un enganche, lo confieso, como sólo lo lograron en el pasado los legendarios programas del añorado Félix Rodríguez de la Fuente y los académicos documentales de la BBC narrados por Attenborough. La diferencia entre los tres es que con Frank he aprendido más. De otra manera. Pero más.
Los vídeos diarios de Frank Cuesta no van sólo sobre animales. Durante estos dos años, le he visto venderlo todo y empeñar su vida y sus esfuerzos en soledad para levantar un Santuario en un lugar remoto de Tailandia donde cientos de animales —serán miles— que sin él no tendrían oportunidad alguna, viven libres. Es cierto que ya me conozco el nombre de muchos de los bichos, desde el ciervo Perrito, a la avestruz Gertrudis, más nutrias como Jamón, Queso y Salchichón y hasta un canguro llamado Jordi (si Dios le hubiera ordenado a Frank, en vez de a Adán, que le pusiera nombre a los animales, esto sería un pandemonio). También es verdad que he lamentado la muerte de Teta y de Kaka, y que le tengo una profunda antipatía a un pavo real mal encarado y a un puercoespín que por allí pululan, pero no son los animales lo que me atrae, sino la lucha gigante de Frank Cuesta contra el comercio ilegal de especies. Si no hay demanda, no hay negocio.
La pelea diaria de este español por construir su legado en el quinto cuerno de Asia, es fascinante. Es, además, el mejor ejemplo de que el conservacionismo del planeta no depende de grandes organizaciones supranacionales, leyes, impuestos verdes y sectas ecologistas, sino de la acción local de personas buenas, deslenguadas, montaraces y protectoras como Frank Cuesta, que cada día me saluda desde el Santuario Libertad al grito de «¿Qué pasa, chavales?». Un saludo que me sabe igual de bien que cuando escuchaba aquello de «Queridos amigos de la fauna ibérica».
Si me hacen caso, abren Youtube y echan atrás en el tiempo hasta aquel mes de insomnio y miedo de marzo de 2020 en el que empezamos a perder parte de nuestra vida, y ven los vídeos de Frank Cuesta, quizá entiendan por qué este artículo. Quizá, ojalá, se decidan a ayudar a este español extraordinario y muy solo que ha izado la bandera nacional en mitad de la nada tailandesa al grito de Viva España a que continúe en la pelea a partes iguales de dar una vida digna a tanto bicho y de servirnos de ejemplo con la construcción de un legado extraordinario de conservación.
Y si por una casualidad Frank Cuesta leyera esto, además de ponerme a los pies de su mujer, Yuyee, le rogaría que saludara a la avestruz Gertrudis de mi parte. Es mi favorita. Y cuidado con las serpientes, rediós, que me dan igual las caras tan bonitas que tengan y lo chiquichuquis que sean. A distancia, Frank, que mi insomnio y una legión de tipos agradecidos te necesitamos vivo para que nos grites que ¡Seguimos, chavales!