«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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El Leviatán y la costumbre

16 de abril de 2023

En España hay muchas formas de identificar a un tonto. El que va solo en el coche con mascarilla; el que cree que Nadia Calviño es competente como Ministra de Economía por hablar inglés; o el que rápido menciona el populismo, con superioridad y desprecio, para censurar a quien denuncia la realidad inconveniente para su discurso sumiso, superfluo e infantil. No creo que el término «buenista», y mucho menos el de «moderado», defina correctamente a quien invoque de forma espuria la democracia o los Derechos Humanos de los delincuentes para hacer callar a sus víctimas, el ciudadano indefenso que paga impuestos.

En España hay alrededor de 20.000 okupaciones nuevas cada año. Este problema que lacera y acorta la vida de quien lo sufre —propietarios, vecinos y familiares— no se debe a una catástrofe natural. El único responsable es ese Leviatán feroz que es la Administración, el Estado, que con su normativa multinivel ha fomentado y facilitado la okupación y su posterior impunidad. Un propietario de vivienda paga impuestos al adquirirla, al escriturarla en el Registro y cada año por tenerla (Impuesto de Patrimonio, IBI y otras tasas). Pero el Estado de derecho, con sus legisladores, policías y tribunales, no comprueba ni da valor al pagador de las obligaciones tributarias por encima de una factura de comida a domicilio de los asaltantes para desalojarles. El propietario ha de continuar pagando impuestos y los suministros que consuma quien le deja en la calle, que no irá a la cárcel al abandonar la vivienda. Vemos cada día cómo la policía si acude al lugar saluda al okupa o vigila que una empresa privada de desalojos no use la fuerza. Y mientras ese buenista, ese moderado abanderado de la democracia y el Estado de derecho frunce el ceño con asco porque el ciudadano no se mantenga sumiso ante su humillación como individuo ante el asalto.

Un Estado básico ha de proporcionar justicia, seguridad y Defensa. De forma secundaria y asistencial puede proveer de servicios como la educación y la salud. Pero lo que determina un Estado fallido, en ruinas e inexistente es que no tenga la exclusividad de la violencia, como sucede en México, donde manda la fuerza de los cárteles. Se ha olvidado una cuestión básica. La exclusividad en el uso de la fuerza requiere la legitimidad que los ciudadanos le han otorgado al Estado para ser defendidos. Max Weber, dijo en La política como vocación que es un Estado si su Administración mantiene con éxito una demanda sobre el monopolio del uso legítimo de la violencia en la ejecución de su orden. Esto ya no pasa en España. Quizá aquí el Estado ostente la exclusividad de la fuerza, pero puede perder su legitimidad al no acudir a él los ciudadanos para obtener seguridad. No es una cuestión de abandono de funciones, sino de ejercicio en abierta agresión hacia los derechos, la libertad y la dignidad personal. No hay salud mental ni espíritu estoico que aguante esta situación sin rebelarse o sin huir.

El fenómeno de la okupación no es más que un síntoma que determina la metástasis de la enfermedad. La democracia en Europa, ese Estado de Derecho con sus supuestos controles y contrapesos y esa obsesión legislativa social o climática, no se ha convertido en una estructura protectora que imparte justicia y proporciona seguridad. La cuestión fundamental es ser conscientes de quién está realmente enfermo, si ese Estado apisonador de libertad o los ciudadanos tiranizados por él. Quizá Étienne de la Boétie tenía razón en su Discurso de la servidumbre voluntaria, donde planteaba que la sumisión verdadera no se impone por la fuerza del tirano, sino a través de la costumbre de pasividad del súbdito. El poder sólo puede ejercer su dominio absoluto si el sometido así lo desea, si lo permite.

La extensión de la Administración en autonomías no ha traído una división del poder, controlado y limitado, sino su multiplicación. La libertad del ciudadano no está más garantizada con varios poderes, sino que su sumisión tiene mayor carga.

La libertad individual y de una nación depende de disipar la indiferencia política para evitar así la injusticia y la tiranía. Conciencia en legítima defensa. El tirano desarraiga al hombre de su propia vida. Fomenta que el miedo entre en su hogar para que le abandone el apego, las raíces y no sienta que tenga nada valioso que defender ni construir, sólo tener experiencias. Le despoja del espíritu.

¿Cómo hemos permitido este nivel de indefensión y sumisión? Es la costumbre en la queja de que otro nos ha de salvar. Esa ficción de comodidad en la apatía, tan moderada, tan buenista. El rechazo a involucrarse en los asuntos públicos que afectan a la propia existencia son el mejor aliado de ese Leviatán voraz en el que hemos delegado tantas cuestiones de nuestra vida que no queda margen para ser nada más que sus esclavos, hijos devorados por Saturno.

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