Acostumbrados a que el feminismo se ocupe del fondo cultural, patriarcal y católico del hombre español, resulta sospechoso que en los análisis de Francia se pase por alto el origen de los inmigrantes. No como una condena racista, sino como un intento de comprensión. Si el católico es heteropatriarcal, ¿qué hay en las estructuras sociales del Magreb, el Sahel o el África subsahariana? Y no sólo en relación con las mujeres, también, y sobre todo, en el trato entre hombres, sus relaciones, la actitud hacia la autoridad, la violencia, etc… Pero si se niega lo identitario de las revueltas, huelga todo lo demás.
Hay quien ve estos problemas como el retorno en boomerang del colonialismo francés. El inmigrante que recibe Francia revelaría una relación con lo ‘imperial’ distinta a la que el hispanoamericano tiene con España. Esto daría la razón, a la vuelta de los siglos, a quienes destacan la naturaleza generadora y no colonialista del Imperio español. Lo hispano, tan vilipendiado, tendría en la identidad de los mal llamados latinos un lugar central, nuclear, distinto e incomparable al de lo francés en sus antiguos dominios.
En la inmigración francesa se perciben quizás las consecuencias de lo colonial y colisionan dos cosas más relacionadas entre sí de lo que pensamos: la educación republicana se enfrenta al retorno del colonialismo francés, su hermano o primo hermano. Porque la República francesa y su escuela laica están tan idealizadas que se suele ignorar lo cerca que estuvieron del colonialismo más prepotente y racista.
Esa relación está encarnada en una figura: Jules Ferry, un importante político francés de finales del siglo XIX, republicano de izquierdas, presidente del Consejo de Ministros y ministro de Instrucción Pública y Exteriores en la III República.
Ferry pasó a la historia como el creador de la escuela francesa: pública, gratuita, obligatoria y laica.
Su objetivo era: «Hacer desaparecer la última, la más terrible de las desigualdades que tienen su origen en el nacimiento, la desigualdad de educación. A este problema consagraré todo lo que tengo de inteligencia, todo lo que tengo de alma, de corazón, de fuerza física y moral: el problema de la educación del pueblo«.
Con el impulso de la Revolución no lejano, se trataba de crear una educación para un nuevo ciudadano, emancipado de la religión católica; dar al ciudadano una moral, elementos de moral pública, pero no fundamentados en la religión sino en principios nacionales. Como escribió en su célebre Carta a los maestros , «fundar entre nosotros una educación nacional», frase que nos lleva a preguntarnos, muchos años después y para el caso español, ¿en qué quieren fundamentar la moral pública los imitadores afrancesados ibéricos que eliminan lo nacional tras haber eliminado a Dios?
En esa carta hay, por cierto, un consejo práctico para cada maestro, una especie de regla de comportamiento, la interiorización de un auténtico pin parental: «Si a veces os embarga la duda de saber hasta dónde os es permitido ir en vuestra enseñanza moral, he aquí una regla práctica a la que podéis ateneros: antes de proponer a vuestros alumnos un precepto, una máxima cualquiera, preguntaos si se encuentra, al alcance de vuestro conocimiento, un solo hombre honrado que pueda sentirse ofendido por lo que vais a decir. Preguntaos si un padre de familia, digo uno sólo, presente en vuestra clase y que os escuche, podría de buena fe negar su asentimiento a lo que os oiga decir. Si sí, absteneos de decirlo; si no, hablad resueltamente, pues lo que vais a comunicar al niño, no es vuestra propia sabiduría, es la sabiduría del género humano, es una de estas ideas de orden universal que varios siglos de civilización han hecho entrar en el patrimonio de la humanidad. Por estrecho que os parezca, tal vez, un círculo de acción así trazado, haceos un deber de honor de no salir jamás de él, permaneced más acá de este límite antes que exponeros a franquearlo: no tocaréis jamás con demasiado escrúpulo esta cosa delicada y sagrada, que es la conciencia del niño». ¿No debería el ministerio de Educación enviar esto a cada maestro español para que sirviera de límite moral y pedagógico?
Las leyes escolares de Ferry fueron importantísimas para desarrollar la escuela primaria francesa y, con ello, la República, pero junto a esa dimensión suya hubo otra, que se desarrolló en política exterior. Ferry era colonialista, e impulsó expediciones a Asia y África con justificaciones políticas, económicas y también puramente racistas. Así lo expresó en un discurso ante la Asamblea francesa: «La política de expansión colonial es un sistema económico y político… que puede ser relacionado con tres tipos de ideas: ideas económicas, ideas de mayor alcance relacionadas con la civilización e ideas de tipo político y patriótico. (…) ¡Señores, debemos hablar más claro y honestamente! Debemos decir abiertamente que efectivamente hay razas superiores que tienen derechos sobre las razas inferiores… Repito, las razas superiores tienen derechos porque tienen deberes. Tienen el deber de civilizar a las razas inferiores».
La República francesa está sacralizada, pero su republicanismo tuvo una relación innegable con el colonialismo racista de justificación cientifista, una creencia en la superioridad racial inspirada por el pensamiento ilustrado.
La Ilustración republicana era a finales del siglo XIX colonialista porque se consideraba impulsora del progreso, la evolución moral, la civilización y la Humanidad, con el empuje adicional del economicismo mercantilista y de la Ciencia. Era normal, desde ese punto de vista, que el pueblo más avanzado, el más progresista, vanguardia de derechos humanos, extendiera la civilización a otros pueblos inferiores.
La escuela republicana se creó para educar a los niños en los mismos valores en los que había que educar a otras civilizaciones. Más de un siglo después, la escuela de Jules Ferry tiembla ante el reto.