Cuando el escritor Yascha Mounk alertó en 2018 sobre el auge del populismo y, paralelamente, la crisis de la democracia liberal, pasó lo que ocurre por lo general con las alertas tempranas: no fue registrada por las sociedades y menos aún por las clases dirigentes.
En su obra El pueblo contra la democracia, el autor describe un proceso de deterioro político de la democracia que viene mostrando disfunciones claras y graves. La creencia instalada era que liberalismo y democracia formaban una cohesión prácticamente indestructible. Sin embargo, el tiempo demostró que no son necesariamente una unidad estable. La dependencia entre ambas muestra que la disfunción de una puede provocar disfunción en la otra. «La democracia sin derechos siempre corre el riesgo de degenerar en aquello que los padres fundadores de Estados Unidos temían más que nada en el mundo: la tiranía de la mayoría» sentencia Mounk; agrega que los derechos sin democracia tampoco son garantía de nada bueno y, ante la falta de respuestas de los mecanismos tradicionales de la política, él señalaba una tendencia hacia el auge del populismo.
En los últimos años esto ha ocurrido y hemos visto emerger agentes del populismo alrededor del mundo, cuyos mensajes guardan entre sí importantes similitudes y que son producto de esas fallas del sistema. Los populistas desembarcan en terreno fértil, en medio de sociedades disconformes con los resultados de la gestión de la política y se hacen presentes con un discurso llano, por lo general pobre y en todos los casos, simple. Interpretan el malestar y se arrogan su representación señalando a «la vieja política» o directamente a «la política» como el origen de esas frustraciones.
Tienen soluciones sencillas para problemas enormes y complejos. Se manejan con oraciones y frases cortas de alto impacto, casi slogans; por eso tienen un éxito masivo y llegan al público con gran facilidad. Sus planteos no demandan grandes explicaciones.
Su comunicación se asienta en golpes de efecto cuya eficiencia es muy difícil de combatir desde la oposición racional. No hay carrera posible entre un mensaje populista y uno republicano. Mientras a uno hay que creerle, al otro hay que entenderlo.
El populista, apelando a los fallos del sistema, reivindica para sí la representación exclusiva de la voluntad general y convierte a la política en una lucha entre sus seguidores y todo lo demás, que es considerado el enemigo.
La euforia que despierta el discurso efectivo es tal que el público adicto aprueba y disculpa anomalías que involucran el avance sobre el sistema de contrapesos del poder. Hay permisos especiales para el flamante defensor de esos antiguos invisibles, y sus admiradores adoptan un perfil similar al del líder. Se identifican con sus preferencias y con sus desprecios. Se está con ellos o contra ellos. Se radicalizan.
Toda resistencia al poder de este nuevo liderazgo se percibe ilegítima. Los reparos de los otros no son válidos por lo dicho: no acordar con el juicio del líder es entendido como una agresión. De esta mirada devienen, inexorables, los ataques a la prensa libre y le sigue el desprecio por las instituciones y hasta su demonización partiendo de la noción de que nada puede cuestionar a esa nueva mayoría que siempre tiene razón por nueva y por mayoría.
Se empieza a delinear un sistema político con más derechos y menos democracia con base en la promesa de devolver el poder al pueblo. La ecuación de ordenamiento social es el planteo amigo-enemigo, donde el amigo son el líder y los suyos y enemigos, todos aquellos que lo cuestionan.
El riesgo de esta dicotomía es degenerar en dictadura que, si bien hoy resulta excesivo, en estos procesos está latente. Es necesario encontrar el camino que refuerce el sistema sin olvidar que el individuo es el centro y protagonista de todos los esfuerzos. Esa mirada se torció y las clases dirigentes empezaron a apilar privilegios; los reclamos se multiplicaron y se produjo un lento proceso de erosión de las instituciones al que el populismo resuelve atacando las bases de la democracia liberal. La solución no es esa sino fortalecerlas con más y mejores instituciones en resguardo de las garantías individuales y del estado de derecho pleno.
A través del siglo pasado, en la Argentina los partidos políticos tradicionales abandonaron de a poco sus perfiles propios y se desdibujaron ideológicamente. Sobre los albores del Siglo XXI, se puso de moda la noción de «espacios políticos», una suerte de bolsa de dirigentes de todo pelaje que deterioró aún más la calidad de la oferta electoral. No se trató solo de alianzas sino de mezclas de concepciones filosóficas, a veces, casi antagónicas. De allí nunca se volvió y hoy, incorporado el peronismo a todas las opciones, elegir se vuelve solo un juego de matices confusos.
La novedad en el caso argentino es el surgimiento de un populismo de derecha que ofrece un tentador bocadillo de protagonismo a millones de ignorados a partir de un menú alejado de la democracia liberal virtuosa. La vaguedad de las propuestas y la intolerancia al disenso son las características sobresalientes de esta nueva construcción sin raíces, una ilusión de pirámide invertida donde arriba estaría el pueblo súbitamente empoderado recuperando derechos junto al líder que los entiende y representa, en detrimento de quienes los expoliaron. Los buenos versus los malos.
El mundo ya estuvo haciendo estos experimentos. La Argentina, en su adolescencia tardía y recurrente, toma recién ahora ese camino, descarta la experiencia ajena y está a las puertas de entronizar, no lo nuevo, sino la vieja y conocida demagogia peronista revestida con la cara de un nuevo liderazgo.