¿Qué diría usted si mañana fuera a un ambulatorio, aquejado de dolores musculares y algo de fiebre, y el doctor que le atendiera le recetase unas succiones de garrapatas y quemar incienso en la puerta de su casa? Pues no crea que lo que los gobiernos le están imponiendo como estrategia contra el coronavirus se aleja mucho de esas supercherías. En la medida en que los gobiernos se esconden tras el criterio de unos supuestos expertos, expertos que en el caso de España no sabemos siquiera si de verdad existen, no nos queda más remedio que calificarles como los nuevos brujos del siglo XXI habida cuenta de que su conocimiento del virus chino se asemeja mucho al que tenían los doctores de la muerte que luchaban contra la peste en el medievo. Y no se trata ya de que de los cerca de 70 mil estudios científicos publicados en este año sobre el SARS-Covid2 sean tan contradictorios como pocos útiles, organismos como la OMS y nuestro Ministerio de Sanidad han ofrecido explicaciones antagónicas en múltiples veces sin sonrojo alguno. Desde la inicial de que el virus no se transmitía entre personas, el siguiente de que no se transmitía por el aire y, por tanto, que las mascarillas sólo debían usarlas el personal sanitario, a que sí se transmite por aerosol y que su uso es obligatorio en todo espacio público, interior o exterior. Por señalar algo.
Hablaban de estar en guerra, de héroes, de unidad y sacrificio cuales Churchiles postmodernos
Mientras que en muchas ciudades se organizaban procesiones de penitentes que se flagelaban para luchar contra la plaga que afectó a Europa en 1347 y 1348, la llamada “Muerte Negra” y que acabó con un tercio de la población de entonces, un médico de Lérida, Jaime de Agramont, escribió un tratado sobre cómo combatir una pandemia mediante una mayor higiene, el distanciamiento social y la separación de enfermos y sanos. Desgraciadamente sus recomendaciones no le sirvieron para mucho, ya que murió de la peste poco después. Pero lo realmente sorprendente es que sus recomendaciones son las que se están aplicando siete siglos después. Da igual que el hombre haya llegado a la Luna o que haya logrado, gracias a la habilidad del doctor Cavadas, realizar un trasplante completo de cara. La forma de encarar una pandemia sigue siendo medieval.
La diferencia estriba en que nosotros ahora contamos con unas herramientas muy potentes para poder analizar el desarrollo y el impacto de los contagios, así como de las medidas para frenarlos, que en el siglo XIV no podían ni imaginar. La estadística y la computación, el big data. Al principio de la pandemia, las proyecciones tenían que hacerse, obligatoriamente, sobre supuestos teóricos. Estudios que, ahora en retrospectiva, podemos ver que tendían a la exageración tanto en tasa de propagación como en letalidad del virus. Pero que sirvieron para inocular una tasa elevadísima de miedo en la población para justificar sin oposición unas medidas draconianas, como los confinamientos, cuyos efectos no se podían conocer pero que servían para crear la imagen de que los responsables estaban encarando el problema con gravedad y contundencia. Hablaban de estar en guerra, de héroes, de unidad y sacrificio cuales Churchiles postmodernos. Solo que, a diferencia de la Edad Media, ahora nos confinaban juntos a sanos y enfermos. No en balde la mayor proporción de infecciones en España se ha dado en el hogar. Nuestras casas convertidas en celdas y en focos de infección. Y si los números no mejoraban, la culpa era de aquellos que escapaban al encierro. Nunca los gobernantes y sus supuestos expertos.
Pero mucho me temo que eso sería como creer que las garrapatas nos van a curar la Covid-19. Que va a ser que no
Pues bien, ahora que vuelven a amenazarnos con medidas más restrictivas ya que la gente se ha echado a la calle por Navidad, convendría rescatar algunos estudios revientes, ya basados en datos reales, no en supuestos artificiales, y juzgar si los confinamientos han servido en realidad para algo. Por ejemplo, el estudio de Atkenson, Zha Y Kopecky sobre la tasa de reproducción y de mortalidad muestra cómo el crecimiento de las mismas sigue un patrón que no se relaciona con las restricciones a la movilidad; Rabal Chaudry, de la Universidad de Toronto, en un estudio comparativo de 50 países llega a la conclusión de que factores como la obesidad y una media de edad elevada han sido más relevantes para explicar la mortalidad de la actual pandemia que las medidas de confinamiento; otros estudios en Inglaterra y Alemania también ponen de manifiesto que la evolución de la curva poco tiene que ver con las medidas restrictivas impuestas por los gobiernos.
Pero no nos equivoquemos, nadie niega que la distancia social, la ventilación de interiores y el uso habitual de las mascarillas no sirvan. Al contrario, son los mejores instrumentos de lucha contra el contagio en ausencia de una vacuna. Y, posiblemente, incluso con ella.
En nuestro país no conocemos quienes son los expertos que asesoran al gobierno. Aún peor, no podemos acceder a los estudios sobre los que teóricamente basan sus recomendaciones. Nos tenemos que tragar, como dice la ministra Carmen Calvo, su “expertitud”. O lo que es lo mismo, que además de obediencia, tengamos fe en lo que decide el Gobierno. Pero mucho me temo que eso sería como creer que las garrapatas nos van a curar la Covid-19. Que va a ser que no.