Nos sabemos la secuencia de memoria, de repetida, como esos cómicos sin imaginación que recurren una y otra vez a sus viejos «gags»: gana las elecciones un partido (presuntamente) de derechas y, en la primera ocasión en que trata de gobernar —es decir, de cambiar algo—, la izquierda tira de calle y empieza a romper cosas. A poco, y en aras de la «paz social», el gobierno (presuntamente) conservador retira la propuesta y se pasa cuatro años cuadrando cuentas y dirigiendo el tráfico.
Por eso toda la gracia de la derecha soberanista, lo que se espera de ella, está precisamente en romper la secuencia y aguantar el pulso.
Está pasando ahora mismo en Los Ángeles y otras partes de Estados Unidos, donde los demócratas han orquestado revueltas violentas contra los agentes de inmigración (ICE) que hacen su trabajo de deportar ilegales, como prometió Trump en campaña.
Sólo que esta vez probablemente a la derecha soberanista le salga bien a dos niveles cruciales. Primero, en el sentido de plantarle cara a los globalistas y ganarles el pulso social. Si lo consiguen será una primicia histórica, una victoria que reverberará en todo Occidente con el mensaje de que el enemigo no es invencible. El efecto psicológico podría ser devastador para el equilibrio de poder en nuestras sociedades.
Pero el segundo nivel es mucho más importante: dejar meridianamente claro que la gente corriente no está con ellos, que les ha abandonado hace ya años. Se ha visto, por ejemplo, en el caso del poderosísimo lobby gay, que este mes del «Orgullo» en su patria de origen, Estados Unidos, se las ve y se las desea para sacar desfiles y eventos. Se calcula una caída de asistencia y patrocinados de una tercera parte.
La razón esgrimida es que la gente tiene miedo a la represión por parte de Trump, lo que es tan estúpido que no vale la pena de argumentarlo. Todo el mundo sabe que la Administración no va levantar un dedo contra el mundo LGTBI, aunque todo el mundillo finja lo contrario. La verdadera razón, la más evidente, es que la gente está harta de la propaganda machacona, de las marchas como de ejército conquistador del lobby de marras. Simplemente, no le gusta tanto como se ha pretendido. Nunca lo ha hecho, en realidad, pero hasta ahora no tenía permiso para otra cosa que el entusiasmo.
Este caso, por lo demás, toca algo mucho más profundo: la viabilidad de un Estado nación para seguir existiendo. El encendido debate universal sobre si una comunidad política es meramente un azaroso agregado de individuos, una mera estructura institucional y económica, o si hay algo más debajo. Si la nación, en fin, es meramente una economía o algo distinto, algo más parecido a una familia extensa; si hay un «nosotros», inevitablemente frente a un «ellos».
Si ser es defenderse, las naciones históricas están inmersas en una guerra en la que se quiere su aniquilación, el fin de su identidad, el borrado de su historia compartida. Y, hasta el momento, sólo un bando combate. Hasta el momento.
En el caso de Los Ángeles, los manifestantes han cometido el error de hacer la apuesta demasiado transparente y han tomado las calles enarbolando una bandera extranjera, concediendo a sus enemigos toda la munición que hubieran podido necesitar: son un contingente extranjero que ha invadido el país y que ahora se enfrenta violentamente a sus autoridades.
Los demócratas confían en que el truco funcione como en el pasado, pero no va a ocurrir. Es todo demasiado grosero, demasiado descarado, como cuando los «nuevos franceses» enarbolan las banderas de Marruecos o Argelia en sus algaradas. Ya es demasiado visual para negarse a entenderlo, y no enfrentarlo es una rendición —sumisión— explícita.
Considerar «fascista» que un país ejerce el control de sus fronteras, como ha hecho siempre y como sigue haciéndose sin problemas fuera de Occidente, fue siempre un disparate demencial que ningún gobernante se ha atrevido a someter a consulta pública, porque hasta el planteamiento es cómico: ¿Está usted dispuesto a dejar de ser lo que es? Pero la posibilidad de que se plantee siquiera en el debate público la pregunta puede estar ahora mismo en juego, en Los Ángeles.