Entre las piscinas públicas, donde «la tranquilidad es lo que más se busca», y las privadas en forma de riñón están las piscinas comunitarias.
Como en la historia de John Cheever, podríamos volver a casa recorriendo Madrid de piscina en piscina.
Esas albercas vecinales se intuyen desde fuera. Escuchamos las risas de los niños, sus chapoteos y algo del frescor se cuela entre los setos, como una brisa circunscrita.
Si entráramos, descubriríamos, silente y reflexiva, una paradójica figura del verano: el socorrista de comunidad, un joven que casi no tiene a quién salvar.
El socorrista de la playa, que se ha llevado el romanticismo de la profesión, ha de controlar el horizonte, mirar en lontananza. El socorrista piscinero lo tiene todo a un palmo. Tiene poco en lo que fijarse y, en realidad, le conviene fijarse poco. Sería inadecuado mirar mucho el bikini de la del 1ºA.
La mayor parte del tiempo no protege a los niños de la piscina, sino a la piscina de los niños armados de helados, riskettos, chucherías…
¿Qué quiere el niño pringoso sino piscina? Pero ahí está el socorrista, en su sitio, para hacer el socorrismo inverso.
Ha de estar muy atento a las ahogadillas porque una, de entre tantas, pudiera ser letal; y su mayor enemigo es el niño cafre que se tira en bomba. Si lo controla, tiene el verano hecho.
Así, con su sola presencia, como un juez de silla que no quisiera darse importancia, hace de árbitro de la urbanidad piscinera evitando mucha barbarie.
El socorrista también es, oh verano largo y sensual, el joven que no puede caer en devaneos.
¡Su función es mirar sin mirar mucho! Mirar lo de cerca como si estuviera lejos, mirar sin ensimismarse, no pestañear ante el nihilismo absoluto.
Quieto tantas horas en el césped, parece un Buda de jardín.
Portero sin chismorreo, conserje de lo azul, ¿qué relación metafísica acaba teniendo con su piscina?
Los socorristas integran, como los monitores o los voluntarios, la juventud edificante, aunque Morrissey tiene una canción sobre un socorrista que se hace el dormido mientras una señora pesadísima se ahoga: «Ella nadó demasiado lejos contra la corriente, se merece todo lo que le pase». Pero no podemos imaginar algo así de nuestro socorrista.