Por las redes está circulando mucho una entrevista en la que Salman Rushdie vacila con mucho humor a la fatua y a los yihadistas que amenazan su vida. Afirma que, una vez que te acostumbras, las amenazas de muerte tienen sus ventajillas. Aumentan tu sex appeal porque las señoras admiran especialmente a quien encara con gallardía el peligro. Además, te permiten escaquearte de compromisos indeseados. Jules Renard afirmó que libre, libre sólo es quien dice que no irá a una cena sin inventarse excusas. Rushdie no llega a tanto, pero agradece que la fatua sea una excusa es imbatible.
Yo no soy una chica y veo a Rushdie feo con ganas, pero reconozco que su postura me admiró. La procesión iría por dentro, desde luego, pero esa chulería por fuera es profunda, necesaria, asombrosa y valiente.
El valor es imprescindible. George Orwell advierte de que «la cobardía intelectual es el peor enemigo al que tiene que enfrentarse un escritor o un periodista». Y no sólo para mentar a Mahoma, sino para cualquier cosa, incluso para la ficción. Remachaba: «Las buenas novelas las escriben los que no tienen miedo». Mi humilde experiencia como columnista lo corrobora. Sólo valen los artículos en los que tiemblo un poco antes de enviarlos, ya sea porque defiendo una opinión arriesgada o expongo un argumento difícil o porque corro el riesgo de parecer demasiado frívolo. Se puede publicar o por lo grave o por lo gracioso, pero siempre hay que hacerlo con un poco de miedo, venciéndolo.
¿Hemos renunciado a una defensa propia, como si tuviésemos que escoger entre los brazos caídos de un panfilismo llorón o la violencia de las fatuas?
Lo que me lleva, para no alejarme de Salman Rushdie a quien esta columna quiere hacer compañía tras el atentado, a comentar algo que nos suele ocurrir con los islamistas. Una tentación del cristiano contemporáneo (valga el oxímoron) consiste en suspirar, cuando algún artista o un influencer o directamente un tonto perpetra una blasfemia de palabra o de obra. Decimos: «¡Qué cobarde, ¿a que esto no se atreve a hacerlo en una mezquita?!». En esta frase tan socorrida hay dos o tres errores de bulto.
El primero es una implícita admiración a la brutalidad islamista, como reconociendo que ellos defienden su fe mejor que nosotros la nuestra. No quiero resultar ventajista: sé muy bien que ningún cristiano ni subconscientemente le desea un atentado a nadie. Pero sí que vagamente se envidia que se ponga en evidencia la cobardía de quienes siempre escogen para sus mofas impunes a Cristo y a sus seguidores.
Hay o debería haber una reacción católica que permite salvar el respeto a la vida, a la dignidad y a los derechos del ofensor (…), pero sin dejar de responder a las humillaciones absurdas
El segundo error es no entender que son fes muy distintas. Cristo en la cruz, siendo Dios, permitió las burlas de judíos y romanos y el abandono de sus apóstoles, empezando por Pedro, con la excepción de Juan y, por supuesto, de María. Con eso abría un camino sustancialmente distinto de soportar las ofensas y un amplio campo a la libertad de expresión, incluso en sus formas más desaforadas. Tanto que, si se quiere cerrar ese campo con violencia o muerte, hasta una provocación como la de Salman Rushdie al yihadismo o los mismos chistes de Charlie Hebdo encuentran una justificación instrumental. Pueden no gustarnos en sí mismos, pero, en cuanto denuncia de una coacción mortal, cumplen un heroico papel.
Además, la apelación al islamismo suele esconder —tercer error— el abandono de nuestra defensa. Lo nuestro es el cristianismo, pero también la Cristiandad; que se me representa en Clodoveo I, aquel rey franco que se convirtió al catolicismo. Cuando en su catequesis le contaron la Pasión de Cristo, indignado, exclamó: «¡Ah, si hubiésemos estado allí y un puñado de mis francos… no lo habrían crucificado!». No nos imaginamos a Clodoveo gimoteando: «Ay, eso a Odín sí que no se atrevían a hacérselo…»
¿Hemos renunciado a una defensa propia, como si tuviésemos que escoger entre los brazos caídos de un panfilismo llorón o la violencia de las fatuas? Hay o debería haber una reacción católica que permite salvar el respeto a la vida, a la dignidad y a los derechos del ofensor, y a la libertad de todos, pero sin dejar de replicar a las ofensas directas y de responder a las humillaciones absurdas. Sin duda, judicialmente, si hay caso, como suele haberlo porque los códigos penales no ignoran que la paz social y el bien común se resienten cuando la libertad de expresión se pasa al bando de la ofensa gratuita y rentable. Pero también ha de caber una contundente respuesta intelectual: una crítica artística o literaria que desmonte la falacia de que escandalizar tenga algo que ver con la emoción estética o con el mérito creativo.
Lo nuestro lo tenemos que defender nosotros, a nuestro modo, respetando la libertad de expresión y la vida de todos, pero sin hacer el bobo
Y también cabe, a lo Clodoveo, aplicar la recíproca. Mostrar cuánto pueden doler sus cosillas si se aplican a las personas y principios que los ofensores valoran. Lo que tú dices de la Virgen lo voy a decir yo de tu santa madre, digamos. Hay que buscarles el Talión de Aquiles. Con humor siempre, con ironía, con sarcasmo e incluso quizá con un ligero slapstick, diría uno pensando en Borja Escalona…
Lo esencial es ni abandonar ni subalquilar el valor. Lo nuestro lo tenemos que defender nosotros, a nuestro modo, respetando la libertad de expresión y la vida de todos, pero sin hacer el bobo, con valentía, aunque nos dicten por ello una fatua progre o fatua una moderada. Acabemos de nuevo con Salman Rushdie, que, quizá de otra cosa no tanto, pero de valentía y de humor nos dio y nos está dando una lección majestuosa.