Desde hace un tiempo, beber un refresco es un poco distinto. Los tapones de las botellas de plástico no se terminan de desenroscar del todo, y quedan unidos a la botella por un filamento.
Al principio —quizás les pasara igual— lo achaqué a algún defecto de fabricación, luego a mi propia torpeza, aumentada por el miedo cerval y «toc» a pasar algo de rosca.
Pero una botella tras otra ahí estaba: el tapón persistente, unido a su botella por una especie de frenillo plástico. Se trata de algo pensado para un mejor reciclaje, evitando que el tapón salte solo y se descarríe.
El motivo es loable, sin duda, pero con ello la botella ha perdido comodidad porque el trago ya no es limpio, siempre queda el taponcillo ahí a modo de capucha y el acto de amorrarse queda obstaculizado.
El cambio climático y la sostenibilidad medioambiental introducen pequeñas incomodidades en el consumidor un poco caprichosas. Cosas que igual no salvan el planeta, pero nos hacen sentir que estamos en ello.
Cada vez que abro una de estas botellas me doy cuenta de que ya nunca podrá abrirse totalmente, de que ahí hay un límite de sostenibilidad. Es un paternalismo corporativo total: ya que no te haces responsable del tapón, encadenamos el tapón a la botella, como si fuera una cantimplora.
Así que renunciamos a la botella nuda, al trago límpido del refresco y lo del tapón se añade a lo de las pajitas de papel, uno de los gags preferidos de Trump: arruinan la experiencia de dar un sorbo al refresco, que sabe ya a cartoncillo. Las pajitas de plástico, retiradas de la circulación, nos parecen, de repente, un lujo de otro tiempo más libre y feliz, y no entendemos su «cancelación» mientras se mantiene el plástico en todo lo demás. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene?
La pajita y el tapón adquieren un sentido distinto: son objetos ejemplarizantes, objetos intervenidos. Pequeñas pero constantes admoniciones industriales. También tecnologías reparadoras a modo de salvonconducto para entrar en el nuevo orden ecológico.
Entre la pajita y el tapón han ido fastidiado así la experiencia muy siglo XX del refresco. Uno de los pináculos sensoriales del consumo de azúcares que nos han hecho lo que somos. El trago de Coca-Cola de los anuncios (un hombre o mujer o un Papá Noel enchufado extáticamente a su botella) tenía algo de símbolo triunfal del capitalismo americano y ahora se dificulta, se le pone canutillo biodegradable o el molesto taponcillo.
Igual que murió aquel vaquero fumador de los anuncios de tabaco, empieza a peligrar el icónico trago del refresco, de repente demasiado consciente, demasiado político.
¿Mejorará esto el planeta? Probablemente no, pero introduce en nuestro acto de consumo esa pequeña penitencia que parece el sentido de estas medidas. Pequeños sacrificios personales que ofrecemos a la causa. Un consumismo o capitalismo sacrificial, compungido, que reparte entre todos sus consumidores, cada uno de ellos, una diminuta culpa y una diminuta expiación.