Las más de doscientas páginas de la sentencia con la que el Tribunal Constitucional ha proclamado la compatibilidad con nuestra norma fundamental de la mayor parte —no toda, por cierto: extremo que pocos medios han reseñado— de la ley orgánica con la que en junio de 2024 se quiso amnistiar a los perpetradores del llamado «Procés» podría, pese a su complejidad, resumirse en una sola frase: la de que consagra el triunfo de la razón de Estado sobre la razón jurídica. O, si se me permite un cierto juego de palabras, del derecho del Estado sobre el Estado de Derecho. O, si se quiere en términos más rotundos todavía, de la Política sobre el Derecho.
Porque —en efecto—, toda la argumentación jurídica del Tribunal y, en consecuencia, todas y cada una de las respuestas que brinda a los sucesivos desafíos a la constitucionalidad de la norma planteados por los recurrentes, se halla inspirada por la tesis de que la Política ha de tener primacía sobre el Derecho, y que éste debe limitarse a dar cauce eficaz a las demandas —sean cuales sean— de aquélla. La tesis de que las normas jurídicas, y de manera muy calificada la Constitución, hallan su razón de ser en la necesidad de limitar la arbitrariedad del poder político en aras a preservar las libertades del ciudadano, cede página tras página, considerando tras considerando, ante la tesis contraria de que la misión del Derecho es dar forma a los dictados del poder, en la confianza de que, teniendo éste una raíz democrática, nada tendrá que temer del mismo el ciudadano de a pie.
Esa es la tesis que subyace a las afirmaciones —esenciales en la sentencia— de que la amnistía no precisa estar contemplada en la Constitución porque todo lo que no está constitucionalmente vedado queda dentro del ámbito de decisión del legislador que, en virtud del principio democrático, ocupa una posición central en nuestro ordenamiento jurídico; de que el poder legislativo puede establecer por motivos extrajurídicos fórmulas para las extinción de la responsabilidad punitiva que pueda derivarse de la comisión de determinados ilícitos; que no existe en nuestro ordenamiento jurídico una exigencia absoluta de generalidad de las leyes penales —como cándidamente pensábamos quienes leímos en el art. 14 aquello de que «Los españoles son iguales ante la ley»—, de modo que el legislador puede exceptuar de su cumplimiento a quien le venga en gana siempre que lo haga con un mínimo de concreción y claridad; o —en fin— que no existe tal cosa como un derecho fundamental a exigir la ejecución de una condena penal, siéndole posible al legislativo eximir a determinados ciudadanos de ésta.
Curiosamente, esa carta blanca para poner la Política sobre el Derecho solamente le es reconocida al parlamento, sin que el Tribunal Constitucional —cuyos miembros son designados por esa misma institución y, en consecuencia, son tan políticos como sus integrantes, y a menudo se comportan como tales— desee, al menos en esta ocasión, atribuírsela. Y ello, aun al precio del más absoluto de los ridículos, como cuando llegado el momento de valorar si la Ley de Amnistía tuvo el fin espúrio de facilitar la investidura del Presidente del Gobierno privilegiando a los dirigentes de los partidos de cuyo voto dependía, e incurría por lo tanto en la arbitrariedad que prohíbe el art. 9.3 de la Constitución, opta por achantarse y sostener que sus competencias sólo le permiten realizar un enjuiciamiento jurídico de la norma impugnada, y no un juicio político, de oportunidad o de calidad técnica, ni mucho menos explorar las intenciones de los políticos que la negociaron ni de los parlamentarios que la votaron. O como, cuando se topa con la afirmación de que la aministía pretende contribuir a la reconciliación y a la normalización del conflicto generado por el «procés», se lava las manos sosteniendo que corresponde en exclusiva al legislador apreciar las circunstancias que justifican el otorgamiento de la amnistía y la adecuación entre éstas y los fines de la institución, sin que el Tribunal Constitucional pueda suplantarle en esta tarea.
Las afirmaciones de que «una cosa es […] el fin de la ley y otra la intención última de sus autores» y de que apreciar ésta le está vedada al Tribunal; o de que tampoco le corresponde al Tribunal «reexaminar el juicio político subyacente» a la adopción de una ley, echa por tierra cuarenta y cinco años de jurisprudencia constitucional, y cuestiona la razón misma de ser de un tribunal como el que diseñó la Constitución del 78. Amén de dejarnos con la duda de si sus magistrados son unos tontos incapaces de ir mas allá de la letra de la ley para penetrar en la voluntad última del legislador, o si piensan que lo somos quienes habremos de leer su sentencia, incapaces de adivinar el por qué de esa renuncia.
Así las cosas no es de extrañar que la Sentencia sobre la Amnistía haya recibido el aplauso cerrado de una parte muy relevante de espectro político, y la crítica casi unánime de quienes hacen, enseñan, aplican, y defienden el Derecho. En suma, el apoyo de quienes piensan que la Política debe primar sobre la Ley, y la crítica de quienes creen que la Ley debería marcar límites a la Política. Los primeros se alborozarán, seguramente, anticipando las inmediatas consecuencias de un triunfo de indiscutible trascendencia. Los segundos se lamentarán —nos lamentaremos— calibrando el descrédito que para una institución clave para el Estado de Derecho como es el Tribunal Constitucional conlleva una sentencia eminentemente partidista, letal para la cohesión interna —seis votos a favor, cuatro votos particulares, dos recusaciones— del Tribunal, y gravemente dañina para su imagen social.
Pero más allá de las consecuencias puntuales de la misma, lo que quedará para el futuro no es otra cosa que la afirmación de que la razón de Estado, interpretada por la mayoría parlamentaria de turno, puede y debe primar sobre la razón jurídica, garante última de los derechos de los ciudadanos y regla de oro para hacer posible su convivencia. Cosa que a la vuelta de los años, con otra tesitura, otra mayoría, y otro tribunal, no tardarán en lamentar quienes ahora se felicitan insensatamente porque unos criminales vayan a salir a la calle antes de haber redimido sus culpas.