Cabe preguntarse hasta dónde estaríamos dispuestos a defender España si la situación se pone aún más fea, que una cosa es jurar bandera —no digamos la Constitución— y otra demostrar el acto de lealtad que conlleva. Una pista: sólo el 21% de los españoles está dispuesto a tomar las armas para defender a su país en caso de guerra frente al 94% de los marroquíes.
Que la inmensa mayoría de la población en edad militar no sepa lo que es, no digamos ya una guerra, sino la instrucción militar o disparar un arma explica este desapego a algo tan natural como defender tu tierra, o sea, tu legado. El fin de la mili, sin embargo, es sólo un síntoma. Detrás hay mucho más, son décadas de una ofensiva permanente contra los símbolos nacionales y, en última instancia, contra la nación misma.
Claro que si esa hostilidad hacia lo más sagrado ha sido posible es por una clase política que ha secuestrado al pueblo y atrofiado su músculo moral para neutralizar cualquier reacción. Y todo ello patrocinado por las luces cegadoras del consumo, que ya sabemos que sociedades opulentas como la nuestra tienen menor tolerancia al sufrimiento y un terrible pavor a la muerte, a la que ya ni se menta cuando fallece alguien. «Se ha ido», dicen, como si omitiéndola la muerte no fuera con ellos.
Ese mismo miedo fue el que proyectamos al mundo cuando los trenes de Atocha, el de un país débil que prefiere rendirse cuando han matado a 192 de los tuyos. Un pánico infantil al sufrimiento se apoderó entonces de gran parte de los españoles, aunque realmente tiene mucha lógica, porque desde hace medio siglo las madres que lloran a sus hijos caídos en combate están en Texas y Alabama. Y claro, cuando una civilización renuncia a luchar y oculta la muerte a sus ciudadanos la sociedad se acostumbra a ver la guerra por televisión y acaba pensando que la seguridad de la que goza le llueve del cielo.
La hipocresía es tremenda, porque en el fondo sus élites han decidido que de la defensa y los intereses en el exterior se ocupen —eso sí, a muy buen precio— soldados extranjeros, que encima tienen que soportar campañas difamatorias desde las mismas naciones que les apoyan de tapadillo. Por eso es probable que algún día las madres americanas, hartas de recibir a sus hijos en cajas de madera, digan basta a que sean siempre los suyos los que vayan a morir tan lejos de casa a lugares, por cierto, donde nunca les han explicado muy bien qué diablos hacen allí.
En esas estamos, a mitad de camino entre la apatía y ese punto de melancolía que nos embarga cuando la clase política aún no ha destrozado del todo nuestras ganas de seguir siendo españoles. Hay una desafección creciente hacia el sistema y, sin embargo, no hay reacción alguna, es como si los españoles, flácidos y felices, estuvieran bajo el efecto del fentanilo (medios de comunicación) que les suministra el camello (el Estado).
No sabemos cuánto tiempo durará el efecto analgésico, si seremos capaces de aguantar el dolor o si finalmente habrá una respuesta al golpe. De lo que ya vamos sobrados es de aspavientos y bravuconadas, que para eso están Pérez-Reverte o ese jovencísimo novillero que se presentaba en Las Ventas esta semana y ha cometido la boutade de brindar un toro ante las cámaras como si fuera Dominguín pero, ay, sin ser Dominguín: «Que se apunten mi nombre porque he venido hoy a Madrid a hacerme rico», que es lo que el separatismo lleva haciendo 40 años con el Estado de rodillas. Por desgracia, en ambos casos, enfrente no hubo toro.
Quienes han estado en África viviendo en aldeas remotas confiesan que jamás han visto a niños más alegres aunque apenas tengan unos trapos para taparse o recorran decenas de kilómetros a diario para traer algo de agua potable. Felicidad frente a un entorno adverso, algo así como la ciudad de la alegría de Dominique Lapierre.
Mucho más cerca de nosotros hay testimonios de quienes, teniéndolo todo, lo han pasado muy mal y aseguran que el sufrimiento es parte de la gloria. Tomemos nota, porque aunque pensemos que la cosa no va con nosotros y nada nos afecta porque ayer llegó la nómina, ganó nuestro equipo de fútbol y mañana salimos de copas, siempre lamentaremos no haber hecho nada cuando pudimos hacerlo por mucho que quienes mandaban mirasen hacia otro lado. Ni siquiera esa coartada nos consolará.