Todo el mundo ha escuchado a sus mayores decir que «ya no se hacen películas como las de antes». Cuando yo era pequeño se lo oí decir varias veces a mis padres, abuelos y profesores. Y en cuanto oía esa frase, me preguntaba cómo podían pensar así, si las películas de su época o eran en blanco y negro, o sin efectos especiales o con unas voces y unos diálogos que a un niño de mi edad le sonaban a chino.
Más mayor, empecé a ver ese cine con otros ojos. Hasta el punto de que, hoy en día, mis películas y series favoritas son antiguas: Los Diez Mandamientos, Quo Vadis, Yo, Claudio, Lo que el viento se llevó.
Aún así, no veo grandes diferencias de fondo entre el cine clásico y el cine de los 80 o 90. De hecho, la mayoría de taquillazos del cine moderno hasta el año 2010 son remakes de películas más antiguas. Lo que me hace decantarme por ese cine más clásico son dos factores: el lenguaje mucho más sofisticado que se utilizaba en sus diálogos y la sutileza para describir ciertos temas.
Por ejemplo, en el cine clásico, para hablar de un adulterio, no hacía falta mostrar una escena de cama. Se entendía perfectamente que el protagonista había sido infiel a través de los diálogos y otros recursos. Un amorío se resolvía, por ejemplo, con una ola rompiendo en unas rocas. Y todo el mundo entendía lo que eso significaba.
También el lenguaje soez era impensable. No había palabrotas, pero no por ello dejaba de apreciarse la tensión en las discusiones. Simplemente se reflejaba esa tensión de una forma menos vulgar. El cine clásico era refinado. Por eso, en una época en la que la ordinariez y la vulgaridad campan a sus anchas, se agradece encender la televisión y ver que están poniendo una película clásica.
Al margen de esas diferencias estéticas, en ambas épocas, tanto en los 50 como en los 90, las películas contaban unas historias que resonaban con nuestras experiencias vitales, con nuestra forma de relacionarnos con los demás y con nuestros anhelos y frustraciones. Esas películas nos gustaban porque nos hablaban de cómo somos, sin importar raza, sexo u orientación sexual. Porque todo el mundo ha sufrido el rechazo, todo el mundo ha ganado, ha perdido, se ha alegrado y se enfadado por cosas. Y todo el mundo ha evolucionado con ello.
En este sentido, hoy no podemos limitarnos a decir que ya no se hacen películas como las de antes. Hoy debemos decir que el cine posmoderno es la muerte del cine. Porque ahora las diferencias no están en la simple realización, el lenguaje o las convenciones sociales de la época. La diferencia es que ahora las películas no nos cuentan nada del ser humano, sino que sólo hablan de los traumas y frustraciones de los guionistas y productores.
Así, en el nuevo cine los personajes no evolucionan. En las películas del viejo orden, los protagonistas aprendían cosas a medida que avanzaba la historia. Hacían su viaje interior y evolucionaban gracias a los retos y obstáculos que se iban encontrando por el camino. A veces, los que al principio eran buenos, acababan siendo malos. Y viceversa. Pero siempre venían de un punto y acababan en otro. Había un origen, un viaje y un destino que marcaba la identidad del personaje. Su carácter y sus habilidades no venían predefinidos por su pertenencia a un colectivo determinado, sino que se iban definiendo a partir de esos elementos.
El ejemplo más claro lo tenemos en las películas de la Guerra de las Galaxias. Si comparamos las sagas antiguas con la nueva, vemos cómo sus personajes principales, Anakin y Luke Skywalker, realizan un largo viaje lleno de preguntas, obstáculos y tentaciones no sólo para convertirse en caballeros intergalácticos, sino para encontrarse a sí mismos y cumplir un papel en el mundo que les rodea, para bien o para mal.
Muy al contrario, en la última trilogía, la protagonista es un personaje sin aristas que viene perfecto de fábrica y que aprende a luchar casi por ciencia infusa, hasta el punto de que en su primer combate contra un bien entrenado guerrero oscuro logra empatar sin ningún esfuerzo. No existe una motivación verosímil para hacer lo que hace, ni se une a un bando por un motivo en concreto, más allá de que ella es noble y buena de serie. Una guerrera virtuosa, inteligente e incorruptible que no sufre ningún conflicto interior en toda la historia, ni siquiera cuando el enemigo la tienta para unirse a su bando y dominar juntos la galaxia.
Esta nueva trilogía no se conforma con eso. También nos presenta al héroe de la primera saga como un anciano solitario y malhumorado, un Luke Skywalker que no quiere saber nada de los demás y al que no le preocupa lo más mínimo el destino del universo. Sin venir a cuento, se carga a un personaje al que todos habíamos amado y lo convierte en un ser odioso, que a la mínima vicisitud olvida toda su trayectoria y se dedica a llorar y quejarse por las esquinas. Aquel joven granjero sin ningún sentido del deber que en un principio quiso huir de su monótona vida para pasárselo bien con sus amigos, pero que a base de obstáculos y golpes de realidad acabó convertido en un guerrero noble e idealista que salvaba a la galaxia con su coraje, de pronto se transforma en la nada.
Porque en el cine posmoderno los héroes de verdad están prohibidos. Tanto es así que, en uno de los múltiples giros inverosímiles del guión de esta última trilogía, la propia protagonista acaba la saga como empezó: recogiendo chatarra y renunciando a su apellido y a su condición de Jedi. Al fin y al cabo, ella ya era perfecta, no necesitaba nada más. Ésa es la lección que debemos aprender.
Por desgracia, esto es exactamente lo que vende la cultura woke: el «quiérete tal y como eres», el body positive y el «porque yo lo valgo». No intentes mejorar ni avanzar porque tú ya eres perfecto de fábrica. No aprendas de tus mayores porque no tienen nada que enseñarte. Ni de tus errores porque no los tienes. Sé tu propio dios. Tu papel no es mejorar ni evolucionar, sino simplemente resignarte a lo que te ha tocado hasta que te mueras. Como resultado de esta cultura, el cine ha perdido toda su capacidad para contar historias universales. Y por eso se ha vuelto tan aburrido.