Mientras las vuvuzelas mediáticas deshojan la margarita de dejar o no Twitter, Donald Trump ha movido alfil y ha al nombrado al máximo responsable de la Comisión Federal de Comunicaciones, algo así como el presidente de la agencia reguladora.
Brendan Carr, el elegido, tiene un perfil interesante que nos habla de un nuevo tipo de gente: es joven, tiene capacitación técnica y experiencia en la propia institución y habla ya en idioma «trumpiano». Es un defensor del free speech, que no es ningún radicalismo perverso, ninguna desviación supremacista, sino la base de la constitución estadounidense, cuya Primera Enmienda prohíbe al Congreso aprobar legislación que limite la libertad de expresión.
No puede hacerlo ni por cuestiones wokes, ni por «odios», ni por ideologías cualesquiera, de modo que el concepto de «moderación» pasa a estar en observación. Lo que hay que mirar con lupa no es el discurso, es la moderación controladora de ese discurso.
Carr ya se ha manifestado con suficiente claridad contra los «cárteles de la censura», las empresas tecnológicas que filtran y deciden contenidos, pero también ha dedicado palabras a los medios tradicionales. Recordó que las emisoras han venido disfrutando del privilegio de utilizar un recurso público, escaso y valioso como las ondas de radio; y que las cadenas de televisión explotan licencias otorgadas para actuar en beneficio del interés público, esto es, del derecho a la libertad de expresión de los norteamericanos comunes. Cuando se complete esta transición, ha anunciado, «la Comisión hará cumplir esta obligación de interés público». De su boca han salido (música para los oídos) las palabras mágicas: «revocación de licencias».
Estamos, por tanto, ante un giro copernicano. No es que Musk tenga razón al liberar a los usuarios de X/Twitter de la censura que, sin ir más lejos, mantuvo al candidato Trump fuera de juego en la campaña de 2020 (hemos visto cosas increíbles, cosas alucinantes mientras nos daban lecciones), no es que la tenga, que por supuesto la tiene, es que no es suficiente con ello. Hay que ir más allá; hay que girarse hacia los medios tradicionales que ahora señalan desde su atalaya de desfachatez (cejas altas, discreto CI), y pedirles explicaciones. En Estados Unidos empiezan por pedir que cumplan la Ley.
Y aquí puede hacerse también: el cártel radiotelevisivo que sistemáticamente vulnera el mandato legal en virtud del cual explota licencias debe enfrentarse a la posibilidad de verlas revocadas.
Pero ni siquiera eso sería suficiente. No solo hace falta salvaguardar X, y devolver los medios tradicionales a la Constitución (la americana o la birria nuestra); hay que proceder, como ha hecho Trump, a llamar por su nombre a las fake news. El aparato de propaganda del régimen debe ser identificado como tal. No se trata de que pierdan prestigio a nuestros ojos, cosa que hace tiempo sucedió; se trata de que lo pierdan a ojos de los anunciantes. La reacción a lo sucedido recientemente entre un banco y un famoso periodista revela un poder popular escondido.
A estos profesionales de la propaganda y la desinformación hay que dejarles claro que ellos son algo mucho peor de lo que denuncian. Una mentira en Internet entraña una cierta gravedad y una responsabilidad que recae en el prestigio de quien la emite (en caso de haberlo), pero ellos propagan bulos en medios públicos o que disfrutan de licencias públicas. Es una pequeña diferencia.
A los desinformadores del Sistema el prestigio profesional les importa muy poco. Viven en burbujas de mutuo reconocimiento pagado con dinero público o del IBEX. Los anunciantes deben empezar a ser conscientes de que ponen su dinero en lo que de un modo creciente se considera un instrumento al servicio de los enemigos de la verdad, la libertad y la nación.