“A grandes males, grandes remedios”, sentenció Hipócrates, insinuando así que la solución debe tener la dimensión del problema mismo. Eso parece sugerir la respuesta inmediata y contundente del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, quien declaraba el estado de emergencia y decidía suspender temporalmente la Convención Europea para los Derechos Humanos, tras el golpe de Estado fallido en Turquía; una disposición adoptada con anterioridad por Francia ante los atentados yihadistas el pasado mes de noviembre y por Reino Unido tras los atentados de julio de 2005.
Con esta toma de postura, contemplada en el art. 15 de la Convención, que permite adoptar ciertas medidas derogatorias en situaciones de emergencia, Erdogan pretende consolidar la vida democrática de la nación así como actuar de forma más eficaz contra los responsables de un levantamiento militar en su intento malogrado de subvertir el orden constitucional.
Naturalmente existe una suerte de excepciones a esta suspensión temporal, que dificultan la complicidad con esta “impaciencia de límites”, de la que habla Stanislas Fumet y que no tiene otro efecto que avasallarnos con más rudeza. El artículo 2, que garantiza el derecho a la vida, no puede quedar aparcado con este pretexto, “salvo para el caso de muertes resultantes de actos lícitos de guerra”. Tampoco pueden ser suspendidas las garantías que protegen contra la tortura y los tratos degradantes (artículo 3); contra la esclavitud y servidumbre (artículo 4.1); ni el artículo 7, que recoge que “nadie podrá ser condenado por una acción o una omisión que, en el momento en que haya sido cometida, no constituya una infracción según el derecho nacional o internacional”. Ni puede interponerse “una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida”, añade la Convención.
Las drásticas medidas adoptadas por Erdogan, exigiendo la extradición del clérigo islamista exiliado en Estados Unidos, Fethullah Gülen, otrora su gran amigo y aliado convertido en el principal sospechoso del golpe de Estado según el presidente turco, y purgando principalmente el sector educativo, no parecen dictadas por el deseo de reconstruir lo que fue destruido, sino más bien por el cálculo estratégico de reforzar su poder y destruir a sus adversarios.
Si una primera actitud para favorecer la paz es la justicia (opus justitiae pax), no lo es menos la certeza de que la disposición que favorece la paz es la búsqueda de la verdad como valor indispensable para edificar una sociedad ordenada y pacífica. Cuando el hombre se deja iluminar por la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz. La meta de la paz requiere la búsqueda de la justicia y de la verdad, incluso como vías necesarias para la reconciliación. Este camino de la segura anti-violencia no está dispuesto a recorrerlo el presidente turco, acomodado al espíritu de hostilidad sistemática y señalando al supuesto enemigo antes de buscar una verdad que sólo existe en el espacio creado por la libertad.
La reflexión jurídica y teológica, vinculada al derecho natural, ha formulado principios universales que son anteriores y superiores al derecho interno de los Estados. Uno de esos principios consiste en la exigencia de mantener los acuerdos suscritos (pacta sunt servanda), con el fin de evitar “la tentación de apelar al derecho de la fuerza más que a la fuerza del derecho”. Se trataría de reconocer la primacía del derecho para lograr a nivel internacional lo que los países realizan a nivel nacional y así evitar las guerras y la instigación de imponer la justicia a través de medios injustos. La consolidación del derecho internacional resulta cada vez más necesaria para resolver pacíficamente los conflictos y las divergencias. Tampoco parecen éstas las propuestas de Erdogan, impaciente por la intimidación y la súbita criba de cuantos resultan sospechosos ante un golpe de Estado más parecido a una farsa y un pretexto, a una impostura para demoler estructuras antagónicas, que a un verdadero golpe de Estado del que sólo resultan dolorosamente ciertas las trágicas muertes sobrevenidas.
Los principios constitutivos de la Comunidad Internacional deberán aplicar un concepto de justicia y unos criterios de actuación semejantes a los establecidos para el bien común del Estado. Está en juego la “buena salud” de la comunidad internacional, la promoción del bien común universal y el respeto a la dignidad de cada persona humana, criterios en los que se basa el derecho internacional y que no pueden derogarse ni siquiera en el actual Estado de Emergencia.
Se avecina algo más de un mes tormentoso y de una gran incertidumbre en Turquía si no se comienza por respetar un derecho internacional justo y vinculante. El hombre tiene una responsabilidad con las cosas, aun cuando crea que puede hacer con ellas todo aquello a lo que le impulse la voluntad de poder. Hay una acusación que elevan las cosas de las que se abusa, una “lacrimae rerum”, en expresión de Virgilio, las lágrimas de la criatura que sufre violencia. Y hay también, decía Romano Guardini, una venganza de las cosas de las que se abusa, que no es fácil de rastrear en detalle, porque discurre por vías escondidas y tiene lugar en movimientos imperceptibles, pero la vamos notando en la sensación de que la situación social no está en orden, hasta que se revela en catástrofes que ya nadie puede dejar de ver. Con arreglo a ese orden se pesa el obrar. La declaración del Estado de Emergencia y la suspensión temporal de la Convención Europea de Derechos Humanos resuelven abocarnos al umbral de la venganza de lo que se abusa, a las lágrimas de la criatura que sufre violencia cuando se advierte el peligro de transgredir la indisponibilidad de la vida y de toda la vida. La medida viene dada por la honradez, la lealtad y la prudencia, virtudes a las que se deben apelar cuando se decide sobre la dignidad del ser humano.