La historia registra la frase «Es la economía, estúpido» como uno de los disparadores de la victoria electoral de Bill Clinton que, en 1993, lo depositara en la Casa Blanca. El rotundo éxito de la presidencia de George Bush (padre) que lo llevó a ser considerado imbatible por la mayoría de los analistas políticos de la época, se fundamentaba en sus éxitos en materia de política exterior, como el fin de la Guerra Fría y la del Golfo Pérsico, los acuerdos de paz y su particular mirada sobre el funcionamiento del mundo. Su popularidad había llegado al 90% de aceptación, un récord absolutamente histórico.
Ante esta realidad y la imposibilidad de competirle en ese plano, los asesores de Clinton encontraron en la economía doméstica un canal por donde llegar a los votantes. Y la estrategia funcionó. Es importante señalar que funcionó sobre la base de una nación ordenada y en paz, con instituciones sólidas y una población con enorme confianza en el sistema político y en sus representantes. A eso, agregarle expansión económica era una receta magistral.
Alcanzadas la paz y la libertad en gran parte del planeta, durante la segunda mitad del Siglo XX los líderes del mundo libre se concentraron en mejorar los niveles de satisfacción económica y descuidaron la cuestión ideológica, en la creencia de que se trataba de una conquista consolidada. Nadie supuso que, tras la caída del Muro de Berlín, las izquierdas continuaran socavando los principios de la democracia liberal.
Las estructuras políticas, entusiasmadas con los aires que soplaban, empezaron a agrandarse; crecieron las plantillas de personal, los ministerios y el volumen de sus organigramas, la burocracia estatal y el gasto público, todo encolumnado tras la noción del estado de bienestar. Europa en particular es una de las principales víctimas de la aplicación de esa noción que, algunas décadas después de la euforia inicial demostró, en contrario a lo esperado, que había provocado un enorme daño.
El entusiasmo general decrecía y hacia fines de los 2000, la confianza en la dirigencia política se esfumó y dio paso a un severo cuestionamiento popular. Los burócratas habían tomado distancia de la realidad cotidiana de la población y estaban concentrados en defender sus privilegios. Hay claros indicadores que dan cuenta de que esta tendencia se fue acrecentando en todo el mundo; un ejemplo es la fuerte caída de la participación ciudadana en la elección de autoridades. El votante comprobó que la solución a sus problemas crecientes no estaba en el cambio de caras y que, por el contrario, era entretenido en el tiovivo mientras la política seguía su propia agenda.
Aquella a frase original se instaló en la cultura política americana y también internacionalmente. Así como en las últimas décadas del siglo pasado «Es la economía, estúpido» fue la clave del éxito, el Siglo XXI puso de manifiesto que, sin las ideas políticas correctas que ordenaran la convivencia, hasta la economía cruje. El progresivo desmejoramiento de otros indicadores, los que hacen a la concordia, impacta de lleno en los niveles de calidad de vida, al punto de que los problemas que abruman a Occidente en la actualidad no son prioritariamente de carácter económico y, cuando lo son, se desencadenan a partir del descuido o abandono que las administraciones políticas han hecho de cuestiones sociales. La debilidad y la permeabilidad ante el avance de las banderas que hoy agitan las izquierdas fue la puerta de ingreso al clima de efervescencia y decepción actuales: la inmigración ilegal e indiscriminada, la infinita tolerancia de la violencia, el desorden callejero, la inseguridad, la falta de reglas claras o el desprecio por la normativa vigente, la corrupción y la pérdida de independencia entre los poderes del estado alimentaron el descontento de la población con el sistema y con sus caras visibles.
En ese marco, aquella frase que tanta vigencia tuvo y que fue la representación de una época, quedó perimida y dio paso a la que se adapta a la descripción del problema actual: «Es la política, estúpido«.
Los privilegios que la burocracia estatal fue acumulando a través de los últimos años irritan el hombre común y ponen distancia del votante con el funcionariado. Así se explica la aparición y el éxito repentino de líderes que, lejos de parecerse a los políticos tradicionales (o profesionales) los señalan, los acusan y responsabilizan por el divorcio entre el pueblo y su dirigencia.
Ellos vienen revolucionando el status quo, pero más que cuestionar las medidas, los modales y el furor por Donald Trump en los Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Victor Orban en Hungría, Giorgia Meloni en Italia o Javier Milei en la Argentina, con independencia de la mayor o menor simpatía que provoquen sus postulados, la pregunta que se debe hacer la ciencia política es «¿por qué?», qué lleva a las sociedades a votar por personajes nuevos, distintos y disruptivos, qué encuentran en ellos, qué les inspira confianza de sus propuestas o qué los aleja de la política tal como se vino ejerciendo hasta la actualidad.
Y también es tiempo de hacer foco en esas construcciones supranacionales que se han multiplicado en las últimas décadas, tan millonarias como inútiles a la hora de resolver problemas concretos, porque han demostrado su absoluta incompetencia para prevenir, evitar o frenar guerras, grietas y enfrentamientos; debacles económicas o humanitarias. Son también aquellos nuevos líderes sus principales críticos y, como es lógico, las burocracias internacionales les han declarado la guerra.
Parece asomar un tiempo de cambios políticos con dirigencias de diferente calibre.
Winston Churchill, que además de un político de raza era una persona valiente y de convicciones sólidas, decía «Un hombre hace lo que debe a pesar de las consecuencias personales, a pesar de los obstáculos, peligros y presiones y eso es la base de la moral humana«. Ha llegado la hora de esos hombres. Ojalá, además, sea una conducta contagiosa.