En muchas de las principales calles de las ciudades españolas ya cuelgan las banderolas de los principales partidos político que concurren a las elecciones generales del 23 de julio. Repartidos en función del poder que cada formación atesora, los partidos exhiben imágenes y lemas muy estudiados. Por lo que respecta al PSOE, principal constructor del Estado autonómico al que el Partido Popular ha dado continuidad, cuando no ha acelerado su desarrollo encaminado a la consolidación de las oligarquías locales y al entreguismo al club europeo en el que ambos partidos van de la mano, el partido que ha sustituido el puño y la rosa por una barra ascendente y un corazón, el rótulo escogido es: España avanza.
Como es sabido, en política cada gesto, cada imagen, se medita y se cuida al detalle. Se trata de cada uno de esos elementos consoliden un proyecto plasmado en un programa electoral muchas veces ignorado cuando no, véase el caso de Vox, tergiversado hasta el extremo por parte de aquellas terminales mediáticas que viven a la sombra del poder subvencionador. Sea como fuere, en plena era digital, la nocturna ceremonia de pegada de carteles sobrevive del mismo modo que las banderolas que el sol de julio abrasa. No es, por lo tanto, casual, que un partido que se autodenomina «progresista» emplee el verbo avanzar que, en gran medida, está emparentado con ese progreso exhibido en las lonas. Sin embargo, como en tantas otras ocasiones, nos hallamos ante un término que requiere de una serie de parámetros o referencias, razón por la cual, el «avanza» empleado por el PSOE flota en un evidente vacío. Por decirlo de otro modo, el «avanza» afarolado no deja de ser un brindis al Sol, un guiño a la variopinta parroquia socialdemócrata, capaz de compartir viaje con etarras condenados, de retorcer las leyes para vaporizar gravísimos delitos o de trabajar para potencias políticas y empresariales foráneas.
Ante unas elecciones de tal trascendencia, el lema elegido contiene altas dosis de sarcasmo, pues quien pone la cara en esas banderolas hizo recientemente unas declaraciones en las que apostaba sin titubeos por una Europa federal, o lo que es lo mismo, por una España cuya soberanía, contra la que trabajan sus socios, quedaría disuelta para ser gestionada por el colectivo de burócratas del que aspira a formar parte. Si, en estrictos términos políticos esta sería la principal contradicción, ¿qué decir de los avances en otros campos? España, en efecto, avanza en términos de deuda pública. Un avance, omitido en la propaganda cartelera, que ya alcanza el 113% del PIB. España también avanza en cuanto al envejecimiento de una población cuya edad media supera ya los 44 años. El avance en el tránsito por el desierto demográfico es patente: en España la tasa de fecundidad es de 1,3 hijos por mujer, por lo que está un punto por debajo de la media mundial, que es de 2,3.
Ante un electorado tan polarizado como el español de poco sirve proseguir con una lista que evidencia hasta qué punto la propaganda encubre la cruda realidad. Los efectos de un muy cultivado sectarismo, aquel «nos conviene que haya más tensión» del increíblemente rehabilitado ZP, son difícilmente anulables. Sin embargo, como bien sabía Gil de Biedma, llega un momento en el que «la verdad desagradable asoma». Probablemente sea entonces, mírese el lector en el espejo francés, cuando muchos despierten de su sueño desparametrizado.