«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

No está mal la soledad

2 de septiembre de 2013

Despedirse es una pérdida de tiempo. Tenía su razón de ser cuando cada silbato en la estación de tren era un acontecimiento. Cuando vivíamos en blanco y negro. Cuando los hombres agitaban sus gorras por la ventanilla. Y a nadie se le había ocurrido aún prohibir el último beso. Ese que se repartía en la misma puerta del vagón tiempo atrás, cuando todavía no éramos sospechosos de terrorismo, y dejaban entrar a papá, a mamá, o a la novia hasta el final del andén. Hace un par de noches estuve brindando con un viejo amigo. Tiene Santi Santos, de Los Limones, una innata habilidad para describir en dos versos lo que otros contaríamos en varios libros. Por eso le pedí prestada una de sus canciones para mi columna de hoy, ‘No está mal la soledad’. No es casualidad. Casi toda mi vida puede pintarse con sus letras y vuelvo tarde o temprano a ellas, porque vuelvo tarde o temprano a la playa, al amor, a la amistad, a Dios, a la boca de la ría, a las diez cañas, y a los días azules.

Yo también “crecí siempre de cara al mar” y “respiro mejor entre la normalidad que en una gran ciudad”. Que vivimos rodeados de ruido. Este oficio consiste en contar el ruido de los demás y generar mucho ruido propio. Tanto, a veces, que es imposible pararse a escuchar otras voces. Mirar alrededor. Crecer. Crecer para adentro. O sentarse en algún lugar recóndito a contemplar en silencio el susurro del atardecer de la vida. El goteo lento del reloj de arena. Por eso, a veces no está mal la soledad.

Entornamos los ojos y miramos al futuro con avidez. Perdemos mucho tiempo escudriñándolo. Olvidamos lo esencial. Hacer planes no es cristiano, pero sobre todo no es humano. Al igual que despedirse para siempre, que en alguien que cree en la vida eterna, no deja de ser una bobada. Todo lo que el hombre planifica con vocación de inmortalidad, todo lo que edificamos para siempre, está condenado a desplomarse. Igual que toda despedida es una cuenta atrás para un reencuentro. Quizá por eso siempre he pensado que el adiós más inteligente es el que no se da.
Improvisar. Detener el tiempo y volar a cualquier otra parte. O volver a volver. Qué más da. “No sé qué camino me ha tocado / no me gusta conocer qué haré dentro de un mes”. Este siglo sobreprotector y extenuante nos ha engañado con la murga de la estabilidad. Lo típicamente humano es la incertidumbre. Y la lucha por la verdad, por palpar la realidad, por esquivar las ilusiones que nos acechan. Al igual que Santi Santos, “prefiero una gran mentira, antes que una pequeña verdad” porque “puede ser más real”. Y puestos a soñar prefiero hacerlo con una sonrisa, la del humor, la única que permite ver al derecho nuestro mundo al revés.

En esta página nos hemos reído e incluso hemos llorado algo. Al fin, nos hemos entretenido, que es para lo que estamos los que pensamos que la mejor columna de opinión es aquella que puedes leer hasta el final sin quedarte dormido sobre el periódico.

Salir un rato del bullicio, burlar eso que Alfonso Ussía llama “el temblor diario” del columnista, y asomarse a la serenidad de la soledad está bien. Es como cuando sueñas con viajar al campo a relajarte. Tan pronto como llegas, pisas una serpiente venenosa, una ardilla te roba el móvil, y te muerden doscientos mosquitos, te mueres de ganas por volver a la estresante y anodina vida de ciudad.

Termino pidiéndoles un brindis por el futuro. Mis mejores deseos. En agradecimiento a su fidelidad y a Intereconomía. Que tiene el vino la propiedad de tamizar la noche oscura: “puedo perder la lucidez / si el vino es bueno tengo ese extraño poder / de saber que después nada volverá a ser como ayer”. Y de eso estoy seguro. Será mejor de lo que era. 

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