«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.
Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

Europa y el Consejo de Guardianes de la Revolución

10 de diciembre de 2024

Irán es formalmente una democracia. Es decir, tiene todas esas cosas que se asocian a una democracia: un parlamento elegido por sufragio universal, un presidente electo, urnas, partidos, campañas electorales y toda esa vaina.

Hay sólo un pequeño detalle: los que mandan son los miembros del Consejo de Guardianes de la Revolución, encabezados por el líder religioso. Hay partidos, pero sólo se permiten los que no ponen en peligro el sistema, los que acatan el principio teocrático.

No es que sea un juego o un escaparate, no exactamente. El presidente elegido por las urnas gobierna en el día a día, los ministros toman decisiones, los parlamentarios debaten de esto y aquello y votan, con consecuencias reales. Sólo que nadie puede salirse del gran guión: todo lo fundamental está ya decidido, los principios son intoncables.

Decía el cínico y genial periodista norteamericano H. L. Mencken que si el voto pudiera cambiar realmente algo importante estaría prohibido. Y algo de este estamos viendo por todo nuestro mundo, el que cae bajo la égida de Occidente.

En Rumanía han anulado la primera vuelta de las presidenciales porque iba ganando, con holgada ventaja, Calin Georgescu, un soberanista «prorruso», una etiqueta usada últimamente con mucha liberalidad. La excusa para tan peligroso paso ha sido la «injerencia rusa’, precisamente. ¿Han alterado las papeletas desde Moscú? No, nadie alega eso. Tampoco se acusa de fraude en el recuento ni cosa parecida. No: la injerencia rusa llegaba en forma de propaganda a través de TikTok.

La asombrosa noticia me retrotrajo inmediatamente a 2016 y la «trama rusa». Se acusaba entonces a Donald Trump de haberse conchabado con Moscú para llevar el ascua electoral a la sardina del candidato republicano. Poca broma: la acusación paralizó en buena medida el programa de gobierno de Trump y le tuvo la mayor parte de su mandato bajo la espada de Damocles de una investigación federal que se prologó años e implicó centenares de imputaciones, montañas de dólares y decenas de intervenciones policiales, y que concluyó en nada.

Pero en su momento pensé que debía de tratarse de una gravísima acusación, de un ejército de hackers rusos manipulando las máquinas de votación o algo así. Y no, no era esa la acusación. Era «una campaña en redes». Es decir, la idea era que los votantes norteamericanos no decidirían su voto por su experiencia personal, por lo que había subido la vida, por comprobar si eran más libres o estaban mejor o peor gobernados; ni siquiera por la hábil e incesante propaganda electoral de las campañas de uno y otro candidatos desde todos los rincones mediáticos, sino hipnotizados por algún meme recitado desde Moscú en un inglés de erres arrastradas.

Entonces, pensé, ¿cómo es la cosa? Si unos tipos de otro país quieren opinar en redes sobre lo que votamos en éste, e incluso influir con sus argumentarios en mi voto, ¿basta para anular el resultado de las elecciones? ¿No es lo que sucede siempre? ¿No presionan todas las potencias que pueden permitírselo para que salga su candidato en elecciones extranjeras? ¿O es TikTok un Arma de Deslegitimación Masiva? Si los electores son tan profundamente idiotas como para decidir su voto por unos vídeos de TikTok pergeñado por un foráneo, ¿tiene algún sentido la democracia?

El concepto de «votar mal» lo vi empleado por primera vez con los plebiscitos sobre la constitución europea. Irlanda votó mal, que no, y tuvo que repetir hasta que salió el sí. La cosa no llegó a mayores porque Francia votó no, y a Francia no se la ningunea como a Irlanda, que en todo hay clases. Luego vino el Brexit, otro voto equivocado que se intentó revertir de todas las formas. Y la victoria de Trump, naturalmente.

Pero últimamente estamos desatados. Georgia, por ejemplo, ha votado mal recientemente porque los muy idiotas no quieren pasar por la estimulante experiencia que vive hoy Ucrania, y por eso le están haciendo ahora lo que le hicieron a Ucrania con el Maidán, será por dinero. Falta Victoria Nuland, pero tienen los pastelitos que repartía la siniestra funcionaria del Departamento de Estado. La UE anuncia sanciones contra Georgia, a ver si así los georgianos aprenden a votar, que la papeleta con sangre entra. Moldavia parecía a punto de votar mal también sobre su acercamiento a la UE, pero en el tiempo de descuento le llegaron del extranjero unas papeletas con la respuesta correcta, un poco justita pero lo suficiente como para que Ursula no se enfadara.

En Francia tuvieron que aliarse el partido de un banquero, el PP de allí (los Republicanos) y la extrema izquierda para que no saliera en las últimas legislativas el partido más votado, el de Le Pen, y en Alemania ya hay en marcha una moción para que los soberanistas de Alternativa para Alemania sean ilegalizados.
La nuestra es, de forma cada vez más evidente, una democracia tutelada. Hay respuestas correctas e incorrectas, y eso lo deciden nuestros Guardianes de la Revolución desde Bruselas y Washington. Hasta ahora, los partidos del sistema pastoreaban tranquilamente a las masas de votantes, porque, de cualquier modo, todo iba seguir más o menos igual con una izquierda que ya no aspiraba a nacionalizar la banca y una derecha que no iba a ponerle peros a los experimentos de ingeniería social de la izquierda. El sistema funcionaba. Pero ahora hay gente empeñada en que su voto cuente realmente para algo, y eso es lo que no están dispuestos a tolerar.

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