Está siendo revelador el juicio general a Ramón Tamames. Si Vox creyó presentar una figura respetada, se habrá podido dar cuenta de que se trata de una aspiración imposible: ellos no deciden qué es lo respetable aquí.
En algunas reacciones al menos hubo coherencia. Así, por ejemplo, en la izquierda irreverente contra toda figura de la Transición. A los adoradores de la ‘sacrosanta’, sin embargo, no les frenó para objetar cosas a Tamames.
En muchas de esas posiciones, de unos y otros, ha habido una cosa común: la referencia más o menos velada a la edad. Esto ha sido llamativo en ocasiones. En la reciente entrevista en El País, las fotografías de Tamames parecían un estudio inclemente de la vejez. Ha habido, por lo general, una sospechosa inclinación al verismo. Se le mostraba con un desgarbo inusual, pues pocas veces se retrata la vejez sin velos ni matices, sin báculo o apoyos, sin una cierta dignidad postural con la que proteger a la persona. Tamames allí posaba de frente, sin miedo, como si se estuviera sujetando los riñones, o sentado en un escorzo que exageraba su vientre. Los retratos del rostro no buscaban lo bonancible de la mirada anciana, ni el juego de luces y sombras que da la experiencia, sino ese gesto de terquedad senil característica, como un enfurruñamiento. La piel no se suavizaba con efectos de luz, muy al contrario, se mostraba con crudo realismo dermatológico. Las fotos eran como una pintura de Lucian Freud, un estudio de la vejez, el drama de la carne, casi una reflexión sobre la decrepitud.
Vox presentaba a un sabio de la tribu, un viejo sabio, el ‘senex’, el experto, el iluminado, y el efecto ha sido el opuesto: recibirlo como abuelo cebolleta.
Quizás sea porque la figura del sabio anciano ya se considera, no solo indigna de respeto, sino abiertamente hostil. Lo que han hecho con Tamames, en ocasiones de forma brutal, es relacionarlo con la senilidad y con un capricho que roza la demencia.
Vox ha presentado al anciano de la tribu, pero la tribu ha relacionado edad y locura.
En esos retratos había incluso una cierta comicidad al fijar en el gesto esa nota de mal humor que a veces tienen los ancianos, el enfado gagá, como si sus ideas fueran las del tronado, poniendo al viejo en la frontera del orate. ¡Eso estaba en los gestos capturados, sin suavizar, bien expuestos!
Vox (y es lo mejor de Vox, esa contrariedad casi profesional) responde al juvenilismo en boga con un señor muy mayor en cuya edad, sin embargo, no se ha querido ver sabiduría sino más bien locura, antojo extravagante o inmoderación. A los bumerazos, de repente, les ha faltado sugerir un tacataca o una trompetilla.
Lo digno de veneración se hace aquí objeto de mofa. De fondo estará la actitud moderna hacia la vejez, pero también, no nos engañemos, una cuestión política clave: el monopolio para definir lo que es respetable o venerable y conceder las debidas credenciales.