Cautiva y desarmada la roja futbolera, todavía le quedaba a nuestra bandera la excusa de la proclamación para ondear al viento callejero, un aire caprichoso y cambiante, que demasiado a menudo torna de brisa a tempestad, pero que en el día de Felipe VI ha dado una tregua de calor y quietud.
En su escudo de armas, renuncia el rey nuevo -del tiempo nuevo- a la cruz de Borgoña y al yugo y las flechas de Isabel y Fernando. Como nadie ha explicado el por qué, quizáestépermitido aventurar que la causa sea que Felipe no quiere que en su casa exista el tanto monta, monta tanto. Esa es la única razón sabia para esconder los signos heráldicos que cimentan la Corona. Es una pequeñez simbólica, claro, pero es que la monarquía es todo símbolo, y su naturaleza y vocación se adivina mejor en banderas y escudos que en sus vagos discursos, palabras que por su necesaria neutralidad casi nunca significan nada.
Tampoco es trascendente el júbilo de las calles, que ha acompañado a los reyes en su paseo descubierto. Es un atrezzo agradable, sin duda, pero de escaso significado.
En estas cosas de reyes el apoyo popular es tan voluble como la donna de Rigoletto, muy especialmente en España, que aquí nos acostamos con pijama y amanecemos en camisón, es decir que en el despertar nuestro el dinosaurio no siempre permanece allí. Los que se aburren con los gordos libros de Historia pueden acudir al cine para comprobarlo, que incluso en «¿Dónde vas Alfonso XII?» -cinta azucarada hasta la diabetes- se hace un guiño cruel a los vaivenes del pueblo con sus monarcas. Una buena escena recoge la llegada del rey Alfonso a Madrid -culminando el duro proceso de Restauración-, y saludado por los vítores del populacho. Se detiene entonces la cámara en un tipo encaramado a una farola, el más entusiasta de todos, que no deja de gritar como un poseído: Viva el rey, viva el rey, viva el rey, hasta que otro, harto de la estridencia repetida, le advierte de que se está estropeando las cuerdas vocales con tanto berrido. «Esto no es ná -responde el exaltado- más grité cuando echamos a la madre.» O sea, que la corona que descanse sobre la lealtad calles y plazas sin duda descansará poco.