Al final, de la Historia no queda más que la Leyenda. De la ceremonia ( qué eufemismo ) de proclamación del Rey no quedará más que una historia burocrática redactada, con más prisa que entusiasmo, por funcionarios que jamás podrán contarle a sus nietos: «Yo estuve en la Coronación de Felipe VI «. Sin rito y sin liturgia, sin el redoble de la Tradición y de la Historia en los símbolos y en el protocolo, la Monarquía queda reducida a una caricatura de sí misma y a los naipes de la baraja.
No hay modestia ni austeridad esparatana impuestas por la crisis en la proclamación de Felipe VI, que irá de la Zarzuela a Las Cortes sin habérsele ocurrido, ni a él ni a sus cortesanos ni a sus meninas, velar una noche en Covadonga, donde comenzaron la fragua y el tiempo de lo que él es. No hay modestia ni austeridad en ese acto burocrático, canijo y agrio, de la proclamación de Felipe VI que sólo excita el entusiasmo de los separatistas y los republicanos. Solo hay incertidumbre y el largo bostezo de un régimen agotado que para hipertrofiar el Estado ha destruido a la Nación.
Hay más grandeza, mucha más, en las palabras desafiantes de Blas de Otero que en la proclamación de Felipe VI. Apuraba el viejo poeta republicano el cáliz del exilio en Méjico cuando, en una rueda de prensa multitudinaria, un periodista con rebaba y mala leche le preguntó por qué los españoles éramos tan bravitos. Blas de Otero se puso en pie y desenvainó la respuesta: «Porque fuimos los primeros en gritar ¡ Tierra a la vista ! «. En ninguna ventanilla de este Estado hipertrofiado ha habido ni un solo funcionario capaz de alzar la voz, como Blas de Otero, para decirle a sus señorías que a los reyes de España se les corona, porque ellos y su pueblo fueron los primeros en escribir sobre los mapas del mundo la historia más grande jamás contada.