Cuesta entender, en medio del cada día más pasmoso picado del pensamiento progre, el que un día la izquierda pudiera exhibir lustrosos intelectuales, hoy sustituidos por bufones televisivos cuya función consiste en adular el poder, aunque así es.
Cierto que del otro lado tampoco hay mucho más, pero el nadir progre es más preocupante en tanto representa la creencia dogmática obligatoria.
Una creencia dogmática obligatoria gestada sobre la superioridad moral que el progre se arroga a sí mismo, y apoyada por quienes, estúpidamente, le ha concedido el deber ser –en lo que el mundo, idealmente, sería deseable que se convirtiese- mientras que el pensamiento disidente es sólo consecuencia de lo que la realidad permite –lo que siempre resulta mucho menos estimulante-: la izquierda es el modelo.
Marxismo cultural y corrección política
Así, el pensamiento contemporáneo cocea enfurecido el eurocentrismo, considerando que no puede juzgarse otra cultura con los valores de la propia, mientras se abraza al anacronismo, al juzgar otro tiempo con los criterios del propio. Un absurdo derivado de ese marxismo cultural que a Heider le parecía la historia contada por un niño.
El carácter epidérmico del marxismo cultural genera una lamentable simplificación en forma de discurso circular al reforzar las propias certezas, alejando con aspaviento aterrorizado el silbido de ofidio de la duda. No es aventurado cabilar que los escuálidos supuestos del progresismo serán impresos a sangre y fuego, con tanta mayor saña cuanto más se tambaleen. Y ya se tambalean.
Koestler sabía de qué hablaba cuando decía que el dominio de la jerga marxista hacía pasar a un imbécil por alguien inteligente; nunca dudó de la inexistencia del pensamiento progre, solo era propaganda. Hoy, la corrección política, hija legítima del marxismo cultural y el puritanismo sajón, conduce a toda una civilización a la esclerosis cerebral y moral, razón por la cual Houellebecq reclama con toda justicia el papel de los intelectuales en la liberación de la cultura.
El sentimentalismo, ese argumento
A través de la deconstrucción del lenguaje se reasignan nuevos significados a las palabras, que es lo verdaderamente totalitario en este proceso. El lenguaje carece ya de autonomía en la neolengua, es solo ideología y, pues, propaganda otra vez. Como siempre, y como supo ver Lewis Carroll cuando escribió que lo importante no es lo que signifiquen las palabras; lo importante es saber quién manda.
Todo en el progre apela a la esfera irracional, a la emotividad, evocación de ese estar del lado correcto de la historia, de ese deber ser que nubla toda razón. Temerosos de esta, se muestran desdeñosos, como el viejo reaccionario De Maistre: “Bah, solo tenéis la razón”, parecen decir.
El progre lleva la efusión sentimental hasta extremos de delirio. El que sus evocaciones emocionales desmientan muchos de sus pregonados basamentos ideológicos no parece incomodarles lo más mínimo. Su imaginario en blanco y negro, en el que rondan como en un tiovivo ángeles y demonios, les impulsa a través de océanos de neblinosa emotividad.
Es entonces cuando alcanzan los más sublimes acentos en su escalada lírica, como le sucedió a Gemma Nierga en la Cadena Ser al preguntar, notoriamente embargada por la emoción, a Bertín Osborne: “¿Cómo olvidar que Franco mató a gente que ahora te escucha?”
Eso, Gemma, qué falta de sensibilidad la de Bertín.