La Inmaculada, además de un dogma católico y de un puente de esos que quieren prohibir en nombre del progreso y la eficiencia, es la patrona de España y también de la Infantería, que son los militares que van a pie y sin dinero, siguiendo a un capitán que –como escribía Cela– desempeña el más bonito de los oficios. A la Infantería española también le llaman La Fiel, a secas, porque se ha ganado ese título siglo a siglo, tal y como lo canta su himno, quizá el más hermoso de entre todos los militares, con permiso de El novio de la muerte. El apodo también lo utilizó García Serrano como título de una novela perfecta, que junto a Plaza del Castillo y su Eugenio, forman una de las trilogías más luminosas de la prosa española del XX. Precisamente al publicar La Fiel, García Serrano tuvo que enfrentarse con los excesos más memos de la censura, y a un teniente que en el original gritaba “¡adelante, y al que le den que se joda!” en la versión capada le hacían decir los puritanos, “adelante, y al que le den que se fastidie”. Vaya tela. Sólo les faltaba añadir un “jolines”, como si estuviesen esos soldados en una guerra de globos de agua. Estoy citando de memoria, porque el libro en el que el gran escritor contaba sus desventuras con los censores creo que se lo ha quedado mi hermano, “fastidiándome” a mí bastante.
A La Fiel se le tenía respeto en medio mundo y pavor en el otro medio, porque era un tiempo en que los soldados regalaban pocos caramelos, y no se negociaba con piratas. No es casualidad que los historiadores señalen, como punto de inflexión en la hegemonía española, la batalla de Rocroi, es decir, la tumba de la infantería. Hoy, desperdigados en Afganistán, en el Líbano, y hasta en Uganda, los infantes españoles celebran su patrona discretamente, porque hace décadas que se ha prohibido cualquier exaltación pública de lo militar. Y además, la fidelidad a España está mal vista.