«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Rostro emblemático de Intereconomía Televisión, al frente de programas como El Gato al Agua o Dando Caña, ha dirigido informativos en TVE, RNE, Antena 3 TV y Onda Cero Radio. Fue corresponsal de RNE en Londres. Ha escrito para Diario de Barcelona, Interviú, La Vanguardia, ABC, ÉPOCA y La Gaceta y ha publicado el libro 'Prisionero en Cuba'. Ha recibido cuatro Antenas de Oro, el Micrófono de Oro, la Antena de Plata de Madrid, el Micrófono de Plata de Murcia, el Premio Zapping de Cataluña y el Premio Ciudad de Tarazona.
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La Flota del Mar Negro

6 de marzo de 2014

La península de Crimea es un enclave geoestratégico de primer orden. En 1991, tras la desintegración de la Unión Soviética, la disputa por la soberanía de este territorio se zanjó a favor de Ucrania, aunque su capital histórica, Sebastopol, siguió dependiendo administrativamente de Rusia, que mantuvo su puerto como base de su Flota del Mar Negro.

En 2010, los gobiernos de Kiev y Moscú firmaron un acuerdo de arrendamiento por el que la base podría seguir albergando la flota hasta el 2042, a cambio de una rebaja muy favorable del precio del gas ruso para Ucrania. Un coste muy elevado para los rusos, aunque necesario para mantener su poderío naval sobre el Mar Negro.

Sebastopol es la puerta a Occidente. Rusia, con miles de kilómetros de costa en el Ártico y el Pacífico, despliega poderosas flotas en los océanos, así como en el Báltico y en el Caspio. Pero para acceder al Mediterráneo necesita libre circulación por el Mar Negro, una piscina cerrada cuya única salida es el Bósforo hacia el Mármara y los Dardanelos hacia el Egeo, ambos estrechos controlados por los turcos. No es la situación ideal para Rusia, pero es su única alternativa de despliegue hacia Poniente.

Partiendo de tal necesidad, Moscú podría recurrir a otros puertos en su propio territorio bañado por el Mar Negro. Pero no por ello renunciaría a su control sobre Crimea. Mantener sus buques en Sebastopol es la garantía de que Ucrania no se incorporará a la OTAN, ya que la Alianza no permite la presencia de bases militares de una potencia ajena a su organización en territorio de uno de sus estados miembros.

Perder Crimea sería letal para Putin. Supondría un paso significativo hacia el ocaso de la fortaleza rusa, heredera aún de la hegemonía soviética. Generaría un efecto dominó que llevaría a Ucrania a integrarse en la OTAN, con lo que el Mar Negro se convertiría en la charca en la que chapotearía a su antojo la Sexta Flota de Estados Unidos que patrulla el Mediterráneo.

El conflicto que se está viviendo en Ucrania no es solo una división interna, entre el Occidente europeísta frente al Oriente partidario del vínculo con Rusia. Ni es una simple revuelta nacionalista, alimentada por el entusiasmo de los manifestantes del Maidán que, en nombre de la democracia directa, son capaces de derrocar el gobierno de Yanukóvich, por evitar la adhesión a la Unión Europea y optar así a las ayudas de Moscú, tan necesarias ante la caída en picado de la producción industrial. Ni es una represalia contra el presidente por haber vaciado las arcas y desviar 70.000 millones de dólares hacia bancos extranjeros.

El auténtico damero sobre el que se juega la partida es el eterno equilibrio que Moscú y Washington mantienen desde la Guerra Fría. El control de la península de Crimea es un conflicto transfronterizo que rebasa ampliamente las cuestiones de soberanía nacional y se ha convertido en la mayor amenaza geopolítica de la última década. La hegemonía de la Flota Rusa del Mar Negro no es una batalla que Putin pueda permitirse el lujo de perder.

 

 

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