En la antigüedad, cuando se quería condenar póstumamente a una figura pública, se buscaba destruir su recuerdo de todas partes. No sólo se derribaban todas sus estatuas, sino que se borraba su nombre de inscripciones y listas de reyes o próceres. Se trataba de hacer, en suma, como si nunca hubiera existido, sabiendo que los hombres ambicionan la gloria después de muertos.
Lo de hoy en la política española es bastante más complicado. Sí, también se derriban estatuas del gobernante digno de todas las maldiciones oficiales, y se retiran placas y se le quitan medallas y honores. Incluso se le desentierra, en una ceremonia casi mágica de exorcismo laico y post mortem. Pero no sólo no se le olvida, no sólo no se prohíbe citar su nombre como un Voldemort político, sino todo lo contrario. Su recuerdo se excita, pero no el real, sino el mítico, el prefabricado. Es el Goldstein para nuestro Gran Hermano, ni vivo ni muerto, como Nosferatu, pero siempre acechando en las sombras de la democracia que nos hemos dado.
Y así estamos, que tenemos Franco para almorzar, Franco para cenar, Franco para comer y trabajar, como un talismán inverso. Franco funciona en España como el cambio climático en el mundo, como la «guerra no provocada de Putin», que lo mismo sirve para un cosido que para un fregado, pero nunca, ni por carambola, para algo bueno.
Franco es eterno, y el gobierno querría que el destino de su cadáver hubiera sido el de esos santos medievales de los que se enterraba la cabeza en una parte, el corazón en otra y el resto distribuido en reliquias aquí y allá, para poder montar una fanfarria pública deshaciéndose de él a plazos. Cuando los adictos al régimen gritaban eso de Francisco Franco, ¡presente!, no podían saber hasta qué punto su grito sería profético. Franco está siempre presente y disponible para las ocasiones, para cuando las cosas se tuercen y el personal mira hacia donde no debe, y entonces se suelta a Franco como se libera al Kraken, el botón rojo de emergencia.
Y no seré yo quien critique esta francomanía gubernamental, que todo criminal necesita buscarse su coartada y es natural volver siempre a lo que funciona, pero me permitiría aconsejarles a nuestros mandarines que lo economicen, que se les puede gastar. Dosis facit venenum, que decía el clásico, y lo mismo que te cura puede matarte si abusas.
Decía Chesterton que un hombre puede mirar mil veces la misma cosa y, en la vez milésima primera, verla como realmente es. Puede pasar eso, puede despertar en los jóvenes, tan proclives a hacer nuevas todas las cosas y buscarles las cosquillas a sus mayores, un interés distinto al pretendido por los herederos espirituales de Zapatero. Demonizar obsesivamente a un personaje histórico puede hacerle tan fascinante a una minoría inquieta como glorificarle de forma incesante. Uno puede acabar por preguntarse a qué viene tanta gaita entorno a un gobernante de cuya muerte nos separa ya medio siglo. Algo tendrá este agua cuando la maldicen.
Pero hay una razón más inmediata para persuadir a un consumo moderado de recuerdo franquista, y es que la repetición embota. Hasta la mejor espada se vuelve roma de tanto usarla, y hasta el crío más asustadizo se acaba aburriendo de tanta apelación al Hombre del Saco. Tal ha sucedido, de hecho, con la acusación de «fascista» (o su hipocorístico «facha»), que ya sólo funciona como tapabocas con el PP. Hoy se acepta la etiqueta de facha con la tranquilidad con que Trump hizo suyo el «deplorables» con que quiso hundirle Hillary Clinton.
A la larga, recurrir a un fantasma será tan cansino para el NPC más asiduo de los medios del régimen como lo era la propaganda soviética en los años ochenta, un irritante rumor de fondo, una narración sin sentido contada por un idiota, llena de ruido y furia, que no significa nada.