«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La generación pródiga

23 de marzo de 2014

No es del todo mala esta costumbre nuestra de buscar en el fallecido ilustre su mejor virtud. Jardiel lo veía con cinismo –si queréis los mejores elogios, moríos– pero también  es cierto que existe un rasgo de piedad y de misericordia, aunque nos cueste reconocerla entre tanto luto oficial.

Con todo, la necesaria hagiografía personal no debiera impedirnos un juicio crítico sobre una época cada día más cuestionada. En la muerte de Adolfo Suárez ha encontrado la nostalgia otra ventana abierta a los ayeres, en ese regreso crónico a los setenta que padecemos. Nuestra infancia son recuerdos de un patio de Monipodio, en el que los mayores se repartían la herencia en porciones llamadas privatizaciones y autonomías, mientras en la tele robaba Curro Jiménez y prometía cualquier cosa el presidente. Toda una niñez irrelevante y sobreprotegida a la que no volveríamos -al menos no tan a menudo- si no fuera porque en esos años se encendieron los interruptores que ahora están cortocircuitando. Todavía en los palacetes de construcción reciente -y en sus altavoces a sueldo-, muchos recuerdan ese tiempo como época luminosa. Son los que han dictado el guión de Cuéntame –que es la versión cutre de Raza- para exaltar a esa generación de dirigentes -políticos, financieros y mediáticos- fáciles de reconocer porque repetían todo el tiempo lo de la democracia que nos hemos dado. Y en eso no mentían, porque es verdad que se la dieron a ellos mismos, y que se la quedaron.

Ahora, divinizar la Transición nos obliga a ir canonizando a sus principales intérpretes. De Carrillo ya hicieron santo súbito, y aunque con Suárez algunos no serán tan indulgentes, también le reservan un espacio privilegiado en un panteón con aluminosis. La versión naif de aquellos años de consenso y plomo se ha esfumado a costa de desempleo y desesperación, viendo como cuatro décadas después los oligarcas son incapaces siquiera de crear una ficción de transparencia, porque ni saben ni están acostumbrados a disimular. Cuando, en la muerte de Adolfo Suárez, todavía se introduce el recuerdo sentimental, y se escribe con veneración de aquellos años en blanco y negro -pintándolos como destellos del esplendor en la hierba- sin querer se está añorando esa placidez del franquismo de la que hablaba Mayor Oreja.

En cierto modo tiene sentido que su recuerdo sea feliz, son las fechas en las que el albacea les nombraba legítimos herederos, a ellos, los niños bonitos del régimen, los que crecieron paseando por Serrano, apurando cilindrines y tumbando agujas en la Cuesta de las Perdices, como con todo cariño los describía Rafael García Serrano.

Aquellos privilegiados -ya envejecidos- todavía pretenden que les despidamos como a libertadores, cuando las evidencias los presentan más como hijos pródigos, que ahora vienen a explicarnos que tenemos que empezar a pagar su fiesta y sus deudas, porque ellos se lo han gastado todo.

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