Veinte años después -como en el libro de Dumas- continúan las intrigas políticas y la violencia, aunque ahora sólo se muestre como amenaza silenciosa. Los malos van ganando. El nombre de Gregorio Ordóñez todavía es referente para quienes se niegan a claudicar ante el terrorismo, e incordio para los que pretenden mercadear políticamente con los asesinos. Carlos Iturgaiz le recordaba hace tiempo de forma pesimista, afirmando que “si Gregorio resucitase se volvía a morir del susto”. La verdad es que el escenario de la política no puede resultar más desalentador para los que dieron la vida por la libertad y la unidad de España: El ayuntamiento de San Sebastián, en vez de recordar a Ordóñez, enaltece a históricos asesinos de ETA; a Bolinaga le hacen homenajes ominosos, en las mismas calles que ellos llenaron de sangre; el diputado general de Guipúzcoa es un tipo que hizo mofa de la tortura a la que fue sometido Ortega Lara; y, como cruel guinda, los actuales dirigentes del Partido Popular defienden que hay que construir el futuro junto a los representantes políticos de ETA. Más que volver a morirse, probablemente Gregorio -por su carácter indomable- diría que hay que volver a empezar.
Él comenzó muy joven, con 24 años ya ocupaba un sillón de concejal. Eran años durísimos de ETA, cuando se estaba sembrando todo el miedo y el odio que hoy tanto rédito les proporciona. Gregorio Ordóñez se opuso con la misma vehemencia tanto a los métodos de ETA como a sus fines, y trató de reanimar a la atemorizada sociedad vasca. Casi lo consigue: en 1994 la lista del PP fue la más votada en San Sebastián, y algunas encuestas adelantaban un triunfo de Ordóñez en las siguientes municipales. ETA-Batasuna no podía permitirse aquella previsible derrota, así que el 23 de enero del 95 le siguieron hasta un conocido restaurante de la parte vieja -donde no hay una mísera placa que le recuerde- y allí lo mataron a balazos, por la espalda, como parece el destino de toda derecha que no se deja domesticar desde los tiempos de Calvo Sotelo.
Los que decían -y todavía lo repiten como bobos, ahora en París- que el terrorismo nunca conseguiría nada con sus crímenes, sólo tienen que contemplar el consistorio donostiarra hoy, donde en vez de Gregorio se sientan sus verdugos. Y ni quiera los balazos aplacaron su odio, que hasta a la tumba le persiguieron, profanándola en varias ocasiones.
El asesinato de Ordóñez refleja muy bien la trayectoria política de ETA. Su recuerdo es un mentís permanente a Bildu, Amaiur y Sortu, y a cualquier otro disfraz de cordero que adopten mientras se llenan la boca con la palabra paz. Pero su muerte también resulta incómoda para quienes -desde su mismo partido-, se han abonado al síndrome de Estocolmo, o se ponen nerviosos cuando se les habla de algo tan esencial como la memoria, la dignidad y la justicia.