Vive la izquierda española anclada en el mito de la arcadia republicana, aquel tiempo feliz donde de las fuentes manaba el hidromiel, donde todo era justicia, amor y libertad, hasta que unos militarotes muy malos muy malos surgieron de las entrañas de la tierra e instauraron el infierno azul mahón. Tolkien parece neorrealismo italiano comparado con sus leyendas.
Les causa alipori el rojo y gualda; sueñan húmedos con el morado debajo del amarillo; Elena Valenciano añora la bandera republicana con esa pasión adolescente por lo idealizado; mientras, sus cachorros callejeros se sueñan milicianos del Madrid rojo, luciendo pancartas del No pasarán como un permiso especial gubernativo -expedido por la Junta de Defensa- para patear policías. Desde que Zapatero inauguró su investidura mostrando el cadáver de su abuelo en el Congreso -nunca la necrofilia política llegó a tanto- no ha pasado un sólo día sin que nos recuerden la Memoria Histórica, como una pantalla orwelliana que nos persigue incluso dormidos, una falsedad convertida en ley indiscutible, impuesta con celo soviético, a cuyo sostenimiento Rajoy destina parte de los impuestos que le consigue el sheriff Montoro.
Y, sin embargo, a pesar de esa obsesión enfermiza por el otro siglo, al izquierdismo patrio le ha parecido fatal que hablara Rouco Varela sobre la guerra civil. Sospecho que les molesta que el cardenal predique sobre un tema del que ellos pretenden tener el monopolio para sermonearnos permanentemente y luego pasar el cepillo de la subvención; pero también puede ser que no les guste que sea un obispo el que trate el asunto, porque en aquel tiempo se apiolaron a más de una docena, y ahora constatar la supervivencia de las catedrales -de las sotanas y de las homilías- les recuerda que aquella guerra -que iniciaron- al final la perdieron. O peor, les advierte de que hay veces que la mitad de los españoles se resiste a someterse hasta el exterminio.
Hasta Rosa Díez ha metido la pata socialista y progre que le asoma, y se mete a liturgista diciendo cuando tiene que sonar el himno nacional en un funeral católico. Es muy de agradecer que no haya opinado también sobre el desarrollo del ofertorio, pero sería mejor todavía que no creyese que el jacobinismo centralista al que se abraza le obliga a añorar la desamortización.
Viendo, en fin, las reacciones tan cainitas al funeral de Adolfo Suarez, lo que empieza a parecer un chiste malo es el epitafio que le han elegido: “la concordia fue posible”. Deberían añadir: “como condición previa a la revancha”.