«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

Hace un año

8 de marzo de 2021

Pues sí… Un añito, o un añazo, justo y cabal, con sus trescientos sesenta y cinco días como otros tantos soles apagados.

El canon del periodismo impone la costumbre, que acato, pero no me gusta, de recurrir a las efemérides. En la de hoy, 8 de marzo, convergen dos hechos significativos. Haré memoria no histórica —líbreme Dios de ella— sino estrictamente personal.

La peste, aquel día, llevaba ya un par de semanas, si no más, correteando por la piel de toro, pero aún no era la crónica de una muerte anunciada. A nadie le convenía que lo fuese. Ni siquiera, en aquel momento, al gobierno de extrema izquierda que a renglón casi seguido convertiría el virus en arma letal de su estrategia totalitaria. China, aunque sólo estuviese a un puñado de horas de avión y todos tuviéramos un bazar chino a la vuelta de la esquina, seguía pareciéndonos tan lejana como los escenarios de las novelas de ciencia ficción. 

No soy negacionista ni excesivamente conspiranoico. Soy, simplemente, sensato

El 7 de marzo se celebraba la Feria de los Milagros en Illescas. Iban a torear en su coso Morante de la Puebla, José María Manzanares y Pablo Aguado. El cartel era de lujo y allá que nos fuimos mi novia y yo. Antes de la corrida almorzamos, por cuenta de la empresa, en la aparatosa carpa montada junto a la plaza. Había muchos periodistas y gente de las alturas. Respetábamos ya la distancia social, pero no recuerdo que llevásemos mascarillas. No las teníamos.

Al día siguiente por la mañana fuimos los dos al mitin organizado por Vox en la plaza, también taurina, de Vista Alegre. Estaba a rebosar. Nos sentaron en una de las filas de respeto. El ambiente era cálido, casi tropical y altamente pasional. Seguro que los aerosoles pululaban y bailaban el cancán. Besé a Macarena Olona, más molona que nunca, en el pasillo, y abracé a Santi Abascal. Éste susurró en mi oído: «¡Que valiente eres, Fernando!». La frase me sorprendió. No supe a qué venía, pues en mi ingenuidad pensé que no se requería mucho valor para asistir en una soleada mañanita de domingo a una reunión organizada en el seno de un país democrático por un partido que también lo era. Lo comenté con mi novia. Ella tampoco pilló el sentido de lo que Abascal me había dicho. Era obvio que mi interlocutor pensaba en el riesgo de contraer el virus, pero esa posibilidad no se nos pasó por la cabeza. Hasta tal punto vivíamos todavía ajenos por completo a él. 

Lo mejor, en noches de aquelarre, es no salir de ella para que las brujas no te corran a escobazos

Terminó el mitin. Salimos. En la plazoleta de acceso a la plaza vimos a Javier Ortega Smith rodeado de seguidores. Mi novia y yo nos acercamos a saludarle. Ella, como es usual, intercambió con él los clásicos besos al aire en las mejillas; yo le estreché la mano y él apretó la mía con la hercúlea fuerza que lo caracteriza. Nos fuimos.

Esa tarde, ya con el sol deslizándose por la ranura de la hucha del horizonte, miles y miles de energúmenos vociferantes —las del Me too, el «no es no», el «sólo el sí es sí» y el «todos los hombres son unos hijos de puta»— se adueñaron de la Gran Vía, la calle de Alcalá, la Cibeles y las zonas aledañas. Había también algunos periquitos entre ellas y unos pocos calzonazos (eso lo dijo mi novia). Los dos nos quedamos apalancaditos y abrazaditos en casa. Lo mejor, en noches de aquelarre, es no salir de ella para que las brujas no te corran a escobazos. Yo, aunque varón, no la pegué, ni la insulté, ni la humillé, ni la perseguí con un cuchillo, ni la sometí a sevicias de palabra u obra. Todo lo contrario.

El lunes transcurrió sin sobresaltos. El martes supimos que Macarena Olona, Javier Ortega Smith y Santiago Abascal habían contraído el virus con anterioridad al mitin. Dejamos pasar los cinco días preceptivos de período de incubación y gracia. El viernes nos hicimos el test en un laboratorio privado. El resultado fue negativo.

 Y hasta ahora.

Addendum: El próximo miércoles me ponen la primera dosis de la vacuna Pfizer en estricta aplicación del turno que me corresponde. Tres semanas después me pondrán la segunda. Doy ese paso con cierto remusguis, pero lo doy. No soy negacionista ni excesivamente conspiranoico, aunque Soros y Bill Gates, por citar sólo un par de nombres, me parecen siervos de Pateta. Soy, simplemente, sensato. Estudio, investigo, leo, escucho, calibro, pongo en un platillo de la balanza los pros de la vacunación, en el otro sus contras, sopeso, miro el fiel y decido. Pero tengo un problema. Necesito viajar a tres lugares del Próximo Oriente para escribir mi próxima novela y debo hacerlo acompañado por alguien a causa de elementales razones de edad y de los riesgos de salud a ella adscritos. A saber cuándo vacunarán a mi novia, que es mucho más joven que yo. Le saco cincuenta y seis años. De poco me serviría llevarme como báculo a un carcamal. ¿Puedo aducir motivos profesionales escrupulosamente documentados para que, sin ser ella de sangre real, ni alcaldesa de ningún sitio, ni lideresa de ningún partido, ni ministra de ningún gobierno, su turno corra? Lo digo en serio. Nadie me lo aclara. Pido ayuda. Sin ella no habrá novela, aunque tampoco por eso se va a acabar el mundo. Mi carrera de escritor quizá sí.

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