«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.
Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.

Hacia una revolución espiritual: una España mejor es posible

27 de abril de 2023

El pesimismo no es una opción cuando el amor es el motor de cualquier empresa humana. A cada generación le toca una labor: a unos descubrir, a otros conservar y a otros no liquidar la herencia recibida. Cuando esa cadena se rompe y el legado queda hecho cenizas toca comenzar de nuevo.

Claro que antes de emprender cualquier aventura sobreviene la tentación de preservar lo poco bueno que queda. Sin embargo, conviene no engañarse. Cuando todo lo que queremos conservar está más en nuestros recuerdos que en la realidad, sabemos que estamos en plena involución, una etapa revolucionaria a la que sólo cabe oponer resistencia no con una contrarrevolución que nos devuelva a la etapa previa que condujo al desastre, sino a través de una revolución nueva y transformadora.

Quizá todo sea mucho más sencillo que proclamar frases para la eternidad tan difíciles de entender del tipo «España es una unidad de destino en lo universal». Bastaría con recuperar las viejas virtudes que adornan las mejores páginas de nuestra historia. Una vuelta al sentido común, a los vínculos naturales como la familia, la patria y el trabajo. Sacrificio y vocación de servicio. Por eso la naturaleza de esa nueva revolución, por mucho que el deterioro material también sea evidente, sólo puede ser espiritual. Y después, a reconstruir el resto.

Si el deber de todo contemporáneo es legar a los descendientes una España mejor que la recibida, no hay excusa para no intentarlo. Especialmente cuando peor están las cosas, que es ahí cuando aparece siempre el genio español. Blas de Lezo derrotó al otro lado del charco a la flota inglesa de Vernon cuatro veces mayor —la más numerosa hasta el desembarco de Normandía en 1944—. Tal era la soberbia de nuestro enemigo que ya había acuñado monedas en Londres que conmemoraban antes de tiempo la victoria sobre los españoles en Cartagena de Indias.

También fuimos menos en las dos mayores hazañas de la infantería española: el milagro de Empel en 1585 y la resistencia de Krasny Bor en 1943, donde la División Azul aguantó en inferioridad de hasta ocho veces menos que el Ejército Rojo.

Ese genio español se ha manifestado incluso fuera del campo de batalla con ángeles de carne y hueso. Uno fue Melchor Rodríguez, el ángel rojo, el anarquista de la CNT-FAI y exnovillero que salvó a cientos de personas de derechas de una muerte segura en Paracuellos durante los primeros meses de la Guerra Civil. El otro ángel lleva su condición en el nombre, Ángel Sanz Briz, embajador español que hizo lo propio con 5.000 judíos en la Hungría ocupada durante la segunda guerra mundial.

Tampoco hay que irse muy lejos para glosar epopeyas. Hubo una que protagonizó el pueblo español en su conjunto. Fue justo después de que la clase política de los años treinta lo arrastrara a la contienda cainita. La posguerra, esa etapa en la que nadie recuerda quejarse a ninguno de nuestros abuelos, transformó la necesidad en virtud y en pocos años España se convirtió en un país laborioso, callado y con un extraordinario sentido colectivo. Esas penurias de la posguerra forjaron el carácter de una generación que se sacrificó para sacar adelante a una nación destruida materialmente, mas no en su músculo moral, cimiento de cualquier gran proyecto.

A esa generación pertenecen —sigamos hablando en presente— Juan Velarde, Fernando Sánchez Dragó, Enrique de Aguinaga, Ricardo de la Cierva, Amando de Miguel, Ramón Tamames o Andrés Amorós. Más allá de ideologías, todos tienen algo en común: una vocación de sacrificio y una ética del trabajo ejercidas hasta el último día. Sacrificio, generosidad y una profunda conciencia de ponerse en el lugar del otro, que es como algunos definen el patriotismo.

Quizá a todo esto se refería Nietzsche cuando dijo que los españoles querían ser demasiado. O sea, la pretensión de elevarse sobre sí mismos, algo así como un pueblo que quiso culminar lo que de más elevado tiene la condición humana. La Hispanidad, en este sentido, sería la mayor obra civilizatoria que España ha legado al mundo.

Hoy queda casi todo por hacer, quién sabe si una revolución espiritual para recuperar el patriotismo del que hablaba Gabriel, el protagonista del Trafalgar de Galdós: «Cercano al sepulcro, y considerándome el más inútil de los hombres, ¡aún haces brotar lágrimas de mis ojos, amor santo de la patria! En cambio, yo aún puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin escéptico que te niega, y al filósofo corrompido que te confunde con los intereses de un día. […] Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender […] En el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la oscuridad un hermoso paisaje».

Al fin y al cabo, como comprobamos estos días sombríos, la noche siempre es más oscura justo antes del amanecer.

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