El pesimismo no es una opción cuando el amor es el motor de cualquier empresa humana. A cada generación le toca una labor: a unos descubrir, a otros conservar y a otros no liquidar la herencia recibida. Cuando esa cadena se rompe y el legado queda hecho cenizas toca comenzar de nuevo.
Claro que antes de emprender cualquier aventura sobreviene la tentación de preservar lo poco bueno que queda. Sin embargo, conviene no engañarse. Cuando todo lo que queremos conservar estÔ mÔs en nuestros recuerdos que en la realidad, sabemos que estamos en plena involución, una etapa revolucionaria a la que sólo cabe oponer resistencia no con una contrarrevolución que nos devuelva a la etapa previa que condujo al desastre, sino a través de una revolución nueva y transformadora.
QuizĆ” todo sea mucho mĆ”s sencillo que proclamar frases para la eternidad tan difĆciles de entender del tipo Ā«EspaƱa es una unidad de destino en lo universalĀ». BastarĆa con recuperar las viejas virtudes que adornan las mejores pĆ”ginas de nuestra historia. Una vuelta al sentido comĆŗn, a los vĆnculos naturales como la familia, la patria y el trabajo. Sacrificio y vocación de servicio. Por eso la naturaleza de esa nueva revolución, por mucho que el deterioro material tambiĆ©n sea evidente, sólo puede ser espiritual. Y despuĆ©s, a reconstruir el resto.
Si el deber de todo contemporĆ”neo es legar a los descendientes una EspaƱa mejor que la recibida, no hay excusa para no intentarlo. Especialmente cuando peor estĆ”n las cosas, que es ahĆ cuando aparece siempre el genio espaƱol. Blas de Lezo derrotó al otro lado del charco a la flota inglesa de Vernon cuatro veces mayor —la mĆ”s numerosa hasta el desembarco de NormandĆa en 1944—. Tal era la soberbia de nuestro enemigo que ya habĆa acuƱado monedas en Londres que conmemoraban antes de tiempo la victoria sobre los espaƱoles en Cartagena de Indias.
TambiĆ©n fuimos menos en las dos mayores hazaƱas de la infanterĆa espaƱola: el milagro de Empel en 1585 y la resistencia de Krasny Bor en 1943, donde la División Azul aguantó en inferioridad de hasta ocho veces menos que el EjĆ©rcito Rojo.
Ese genio espaƱol se ha manifestado incluso fuera del campo de batalla con Ć”ngeles de carne y hueso. Uno fue Melchor RodrĆguez, el Ć”ngel rojo, el anarquista de la CNT-FAI y exnovillero que salvó a cientos de personas de derechas de una muerte segura en Paracuellos durante los primeros meses de la Guerra Civil. El otro Ć”ngel lleva su condición en el nombre, Ćngel Sanz Briz, embajador espaƱol que hizo lo propio con 5.000 judĆos en la HungrĆa ocupada durante la segunda guerra mundial.
Tampoco hay que irse muy lejos para glosar epopeyas. Hubo una que protagonizó el pueblo espaƱol en su conjunto. Fue justo despuĆ©s de que la clase polĆtica de los aƱos treinta lo arrastrara a la contienda cainita. La posguerra, esa etapa en la que nadie recuerda quejarse a ninguno de nuestros abuelos, transformó la necesidad en virtud y en pocos aƱos EspaƱa se convirtió en un paĆs laborioso, callado y con un extraordinario sentido colectivo. Esas penurias de la posguerra forjaron el carĆ”cter de una generación que se sacrificó para sacar adelante a una nación destruida materialmente, mas no en su mĆŗsculo moral, cimiento de cualquier gran proyecto.
A esa generación pertenecen —sigamos hablando en presente— Juan Velarde, Fernando SĆ”nchez Dragó, Enrique de Aguinaga, Ricardo de la Cierva, Amando de Miguel, Ramón Tamames o AndrĆ©s Amorós. MĆ”s allĆ” de ideologĆas, todos tienen algo en comĆŗn: una vocación de sacrificio y una Ć©tica del trabajo ejercidas hasta el Ćŗltimo dĆa. Sacrificio, generosidad y una profunda conciencia de ponerse en el lugar del otro, que es como algunos definen el patriotismo.
QuizĆ” a todo esto se referĆa Nietzsche cuando dijo que los espaƱoles querĆan ser demasiado. O sea, la pretensión de elevarse sobre sĆ mismos, algo asĆ como un pueblo que quiso culminar lo que de mĆ”s elevado tiene la condición humana. La Hispanidad, en este sentido, serĆa la mayor obra civilizatoria que EspaƱa ha legado al mundo.
Hoy queda casi todo por hacer, quiĆ©n sabe si una revolución espiritual para recuperar el patriotismo del que hablaba Gabriel, el protagonista del Trafalgar de Galdós: Ā«Cercano al sepulcro, y considerĆ”ndome el mĆ”s inĆŗtil de los hombres, Ā”aĆŗn haces brotar lĆ”grimas de mis ojos, amor santo de la patria! En cambio, yo aĆŗn puedo consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin escĆ©ptico que te niega, y al filósofo corrompido que te confunde con los intereses de un dĆa. [ā¦] Me representĆ© a mi paĆs como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representĆ© la sociedad dividida en familias, en las cuales habĆa esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender [ā¦] En el momento que precedió al combate, comprendĆ todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espĆritu, iluminĆ”ndolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la oscuridad un hermoso paisajeĀ».
Al fin y al cabo, como comprobamos estos dĆas sombrĆos, la noche siempre es mĆ”s oscura justo antes del amanecer.