En 2015, con el diario del lunes publicado, Arturo Pérez Reverte sostenía que Europa estaba perdida, que era tarde para reaccionar porque la invasión pacífica del continente por parte de lo que él calificó «los bárbaros» estaba consolidada. «Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos y, al mismo tiempo, pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida» decía en «Los godos del Emperador Valente». Él sostiene que, impedidos de ganar esta guerra de ocupación, lo único que queda por hacer es enseñar a los jóvenes lo que les tocará vivir, una suerte de adaptación a lo inevitable e instarlos a que traten de conservar lo que puedan de bueno del «mundo que se extingue».
Hoy, la ocupación de Europa es tan evidente que resulta imposible no darle la razón. Sin embargo, cuando dos décadas antes, algo similar decía Oriana Fallaci, fue considerada una xenófoba y fanática. Tan incomprendida y despreciada se sintió en su Italia natal que emigró a los Estados Unidos y allí escribió sus últimas obras. Ese tipo de descripciones de lo que se estaba gestando le valieron juicios en Italia y Francia por difamación pública al Islam. Paradójicamente, tal vez entonces aún se estaba a tiempo de salvar la civilización occidental pero Europa prefirió ignorar el peligroso proceso en marcha.
Hacia fines del Siglo XX, Fallaci llamaba «Eurabia» al continente europeo porque, como la aguda analista que fue, veía que el aluvión de musulmanes que llegaba no era el tipo de inmigración que conoce el mundo, un simple movimiento de personas de un destino a otro sino que se trataba de verdaderas masas humanas que se trasladaban a distintos países con sus costumbres, sus idiomas, sus vestimentas, comidas y hasta los contenidos educativos para sus hijos, se afincaban todos juntos en zonas determinadas de las ciudades organizando guetos y continuaban sus vidas allí, sin establecer contacto ni integración alguna con la sociedad local de los países que, generosamente, los recibían. Fallaci predijo una colonización no solo del territorio sino cultural. El buenismo en el tratamiento del problema de la inmigración ilegal y la violencia de los grupos religiosos fanáticos han gozado de una condescendencia política que ha resultado enormemente cara para la población europea.
Actualmente y desde hace algunos años, en desmedro de las clases medias europeas, maltratadas por las políticas que los burócratas de Bruselas impulsan envueltos en los slogans de la Agenda 2030, han dado no solo cobijo a millares de esos inmigrantes ilegales procedentes de países islámicos, sino también manutención, vivienda, colegios, residencia e inclusive la nacionalidad para que puedan votar. A este paso, no está tan lejos el día en que se proclame el Estado Islámico en el corazón de Europa.
«Esta guerra ya no se va a ganar. Ya no se puede», afirma Pérez Reverte porque, entre otros motivos dice que «la sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean ongs, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa queda descartada. La demagogia sustituye a la realidad… La Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte». Podríamos seguir con su detallada descripción del derrumbe pero lo dicho, sumado a los testimonios de Fallaci alcanzan para describir la tragedia contemporánea.
Hoy Hamás, Irán, sus aliados y vecinos se refriegan las manos imaginando que las recientes matanzas consumadas en territorio israelí son el puntapié inicial de la escalada final sobre Occidente. La Carta Fundacional de Hamás se describe como un «movimiento universal» de resistencia islámica que busca la desaparición total del estado de Israel. En la misma línea está el grupo Yihad Islámica Palestina. Para ninguno de ellos el diálogo es una opción porque pretenden destruir los valores de Occidente y destruir los valores de Occidente implica destruir a Occidente porque lo que la hace civilización son, precisamente, sus valores: el respeto de la vida humana y de la libertad.
La operación sobre Israel ha sido un disparador que alentó el terrorismo islámico en toda Europa. Actualmente se cuentan al menos dos muertos en Bruselas por un ataque fundamentalista al grito de «Alá es grande», en circunstancias similares al asesinato que le costó la vida a un profesor, perpetrado por otro islamita en Francia dos días antes, en el contexto de esa misma escalada de violencia.
Sin embargo, Occidente ha respondido confusamente al cobarde ataque inicial. Si bien algunos países declararon su inmediata solidaridad con Israel, otros se mantuvieron equidistantes y hasta se animan a sugerir «proporcionalidad», una noción absurda que han inventado para velar su defensa del atacante.
En España, casi todos los socios de Pedro Sánchez están contra Israel y apoyan sin pudor a Palestina. Podemos presenta a las víctimas como verdugos y justifica el atentado, al igual que el Bloque Nacionalista Gallego y la izquierda de Bildu. Esta sinrazón llevó al diputado de VOX Santiago Abascal a denunciar que la admiración por el terrorismo de Hamás está dentro del Consejo de Ministros.
¿Cómo podría aplicarse proporcionalidad a un ataque terrorista sobre un festival de música? ¿O sobre el asesinato, degüello y violación de centenares de civiles dentro de sus propias casas? ¿Habría que secuestrar la misma cantidad de personas que secuestró Hamás? ¿Habría que degollar el mismo número de bebés? ¿Habría que violar tantas mujeres como hizo Hamás en Sderot y arrastrar por las calles la misma cantidad de cuerpos? ¿Eso sería proporcional? La guerra es la guerra y, por sus consecuencias atroces y devastadoras, lo civilizado es no iniciarlas.
Ante la represalia de Israel, que parece inminente, se alzan voces pidiendo trato humanitario hacia los civiles. Dos reflexiones al respecto: los civiles que viven en Gaza eligieron el gobierno que decidió la reciente invasión; así y todo, Israel les dio tiempo para abandonar ese territorio. La segunda, nadie pide a Egipto el gesto de abrir su frontera y hacer posible un corredor humanitario; se lo piden a Israel, el atacado. Todo estaría indicando que no hay una sola vara para medir y condenar la barbarie.
Ahora bien, hay otro ángulo desde el cual evaluar este proceso, no menos oscuro. Ser espectadores de la reciente masacre perpetrada por Hamás en territorio israelí es una atrocidad en sí misma, una salvajada que estruja el corazón de todo ser humano de buena voluntad, pero presenciar las marchas en las principales capitales de Europa de apoyo a Palestina y a las acciones del terrorismo islámico es otra tragedia adicional que el mundo vive en paralelo con la violencia desatada por el extremismo y que significa la confirmación de las predicciones de Fallaci.