«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¿En qué te has convertido?

4 de enero de 2016

El inminente encuentro me generaba dudas. Muchas. No en vano las últimas referencias que tenía de ella no dejaban lugar al optimismo acerca de su estado.  Las fuentes de las cuales recibía noticias con periodicidad coincidían en sus apreciaciones negativas, y todo ese bombardeo me generaba una profunda ansiedad. Habían pasado más de dos décadas desde nuestro último encuentro y mi imaginación fluía de forma irregular. Si bien es cierto que no había dispuesto de imágenes recientes que me permitieran generar su aspecto a raíz de unos datos objetivos, algo me hacía presagiar que no me esperaba nada bueno.

Pude identificarla desde cierta distancia. Si bien se confirmaban mis sospechas respecto de su cambiada fisonomía, sus rasgos más característicos y determinados ademanes me permitieron no albergar dudas sobre su identidad. No hice aspavientos desde lejos, intentando aprovechar la distancia que nos separaba para ordenar imágenes y, sobre todo, las emociones que estaba sintiendo, mientras intentaba alargar hasta el infinito  el trecho que nos separaba.

Reconozco que me costó sobreponerme y mi organismo generó un improvisado nudo en el estómago al establecer el primer contacto visual. Frisaría los 40 años, pero su apariencia manifestaba el deterioro producido por el sufrimiento y la angustia de la infidelidad reiterada. Me constaba que siempre se rodeó de lo mejor a nivel material, pero su incapacidad para elegir el componente humano siempre fue manifiesta. Las malas compañías habían marcado el ritmo de su vida. Esas mismas que se hicieron millonarias a su costa y que la abandonaron cuando entendieron que no podrían obtener ningún otro beneficio. Su carácter magnánimo sólo le sirvió para obtener de vuelta traiciones y deslealtades, siendo aquel el campo de cultivo óptimo para todo tipo de conjuras que, a la postre, acabó envolviéndola en una profunda depresión.

A sabiendas de que su progenitor nunca fue visto con buenos ojos, quiso demostrar a cualquiera que se tomara la molestia de conocerla que su gran potencial y el carácter dialogante serían su carta de presentación. Ella, más que nadie, deseaba con pasión sentar las bases de una nueva andadura, haciendo olvidar todo aquello que en modo alguno se le podía imputar, pero que al mantenerse en la memoria colectiva generaba en ella cierto sentimiento de culpabilidad. Quizá ese exceso de confianza en aquellos que no demostraron más que ser unos interesados, originó indeseables capaces de calcular los tiempos para llevarla al momento actual. Ese que tatúa en el cerebro el llamado síndrome de Estocolmo. ¿Realmente no habría hecho ella nada para recibir tanto mal a cambio?.

Mis pasos se ralentizaban a medida que se iba acercando el momento ineludible de saludarla. Quise volver sobre mis propios pasos un número indefinido de veces para no tener que quedarme con la imagen que estaba a punto de protagonizar. Yo la dejé, hace ya más de veinte años, en un estado envidiable: era muy joven, inteligente, con aptitudes que le hubieran permitido ser la envidia de las de su entorno y sin embargo mucho me temo que ahora se trataba de una de las del montón. Casi percibía su aliento y podía notarla tímida, retraída, si me apuran hasta acomplejada. Sin la lozanía ni la frescura materializados en deseos de comerse el mundo. Concedió permiso a todo y a todos, sin reparar en que lo que realmente hacía era abdicar de todo lo bueno de que estaba creada. Nunca supo decir “no” y ahora pagaba las consecuencias de haber desintegrado su integridad.

 

En diez pasos estaré delante de ella. La examino furtivamente. Con descaro. Con indignación. Y me sale del alma: -España, ¿en qué te has convertido?.

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