La iconografía que representa a las distintas naciones con la figura de un animal, ha dibujado tradicionalmente a Rusia como un gigantesco oso, ávido de sofocar entre sus poderosos brazos a sus indefensas presas. Y todo el mundo sabe que este plantígrado es una fiera habitualmente pacífica, que sólo ataca al hombre si le percibe como una amenaza para sus crías o para su territorio de recolección, caza y pesca. Aplicando este esquema de comportamiento a la política internacional, no hay duda que la Federación Rusa, incluso después de la desaparición de la Unión Soviética, considera que el Este de nuestro continente lindante con la Unión Europea, Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, y el Cáucaso, Georgia, Armenia y Azerbaiyán, son áreas que debe tutelar política, cultural y económicamente, y que cualquier movimiento de los Estados Unidos o de los países europeos para incorporar alguno de estos Estados a la OTAN o al ámbito comercial comunitario es visto desde Moscú como una provocación intolerable. Rusia sigue siendo una gran potencia militar dotada de armamento nuclear sólidamente instalada en una vasta extensión de Eurasia con la que hay que contar si se desea un mundo estable, próspero y en paz.
En los últimos años tanto Washington como Bruselas han olvidado estas verdades elementales y se han dedicado a irritar al oso ruso con reiterados actos de presencia e interferencia en sus zonas sensibles, lo que ha dado lugar a una respuesta contundente. La apropiación por la vía del hecho consumado de Crimea, la guerra civil desatada en la franja oriental de Ucrania y la masiva intervención en Siria son tres ejemplos elocuentes de este tipo de reacciones. Si se analiza cada uno de estos casos de manera fría y objetiva con un criterio coste-beneficio, se advierte que los perjuicios generados por estos conflictos son mayores que las eventuales ventajas en juego. Crimea ha sido rusa desde hace siglos y su población es rusa en una abrumadora mayoría, la importancia estratégica de Ucrania para Europa y para los Estados Unidos, una vez culminada con éxito la recuperación del espacio del antiguo Pacto de Varsovia y de los Estados bálticos para la Unión Europea y la OTAN, es relativa se mire como se mire, y en cuanto a Assad, el auténtico peligro es la teocracia iraní y si el resultado de nuestra aproximación a la tragedia siria es una alianza anti-occidental entre Rusia y los ayatolás de Teherán, hemos cocinado un pan como unas tortas.
La llegada de Trump a la Casa Blanca y la probable elección de Fillon como Presidente de Francia pueden cambiar la ecuación Occidente-Rusia de forma significativa en la dirección de una distensión entre ambos polos geopolíticos, lo que, una vez comprobados los efectos negativos de la técnica agresiva de Obama, es probable que redunde en un claro beneficio para los intereses de las dos partes. Como siempre, se trata de plantear visiones a largo plazo frente a las cuestiones coyunturales o estrictamente emocionales. Polacos y bálticos sienten un legítimo rencor hacia su gigantesco vecino, fruto de una historia llena de agravios nunca compensados, y por tanto están en un permanente ánimo hostil hacia Rusia, a la que siguen temiendo sujetos a atavismos comprensibles, pero que ya no tienen vigencia. Sin embargo, a nadie en el Kremlin se le pasa por la cabeza a estas alturas el impulsar una acción imperialista contra países miembros de la UE o de la OTAN porque saben que esta es una línea infranqueable que ninguna Administración norteamericana iba a consentir. Otra cosa es que las elites rusas aguanten estoicamente que se les arrebate lo que a sus ojos les pertenece. Eso es lo que han intentado Obama y su ex-Secretaria de Estado y fallida candidata presidencial, y que ha desembocado en un clamoroso fracaso. Ahora lo aconsejable es que las aguas vuelvan a un cauce de sensatez, prudencia y comprensión mutua.
El caos sangriento de Oriente Medio requiere de una colaboración Rusia-EEUU-UE que aparte a Rusia del régimen totalitario y exportador del terrorismo que oprime Irán desde hace cuatro décadas y contribuya a aislarlo y neutralizarlo. Al fin y al cabo, la política exterior rusa se basa en dos ejes muy simples: a) conservar y consolidar su hegemonía en la que considera su zona de interés estratégico vital y b) tejer sus amistades y enemistades en función de un descarnado pragmatismo sin componentes sentimentales o ideológicas que lo distorsionen. A partir de aquí es fácil entenderse con Putin y la gente que le rodea y que mandan y mandarán por un largo tiempo en la Plaza Roja. Tampoco conviene olvidar que dentro de veinte o treinta años la gran fuerza emergente global que es ahora China habrá alcanzado la cima de su capacidad bélica, financiera y comercial y que sería bastante temerario por parte de la UE y de los EEUU manejar su relación con semejante dragón manteniendo un frente abierto con Rusia.
Esperemos, pues, que los cambios decisivos que se van a producir en los próximos meses en los principales centros decisorios del mundo libre se traduzcan en un apaciguamiento del oso ruso, al que si no se le incordia en su hábitat natural, no sólo no constituye un peligro, sino que se puede convertir en un valioso colaborador para resolver problemas que sí son auténticamente graves.