En octubre de 2019 tuve oportunidad de visitar Andorra y de conocer de primera mano la honda preocupación que sentían los trabajadores de una central térmica condenada al cierre total. Esta misma semana, Endesa demolió las tres torres de refrigeración que se alzaban sobre un paisaje agreste, mineral, casi lunar. Apenas 270 kilogramos de explosivos han bastado para reducir a escombros las 40.000 toneladas de hormigón armado de las que estaban formados tres hiperboloides de revolución a los que ni siquiera la arqueología industrial ha conseguido indultar. Desaparecida su línea industrial de cielo, Andorra espera la llegada del plan de reconversión prometido hace tres años y del que nada se sabe. Una promesa que se cruzó inmediatamente con una certeza: la noticia de que Alemania mantendría hasta 2038 sus centrales de carbón. La recarbonización germana, impulsada sobre un trasfondo de grave crisis energética, coincide con la eliminación, de tintes cuasi talibanescos, de estructuras como la andorrana, que debiera haberse mantenido como reserva activa.
Corren tiempos de espiritualismo climático, y son precisamente aquellos que se dicen «de izquierdas» los más ardorosos combatientes del contaminante lema ‘sóviets y electricidad’
Sea como fuere, la voladura turolense no es ni la primera ni, previsiblemente, será la última. Mientras el territorio nacional se llena de molinos y placas solares, el hormigón retrocede, y no parece descabellado pensar que, en algún momento, algún antifranquista post mortem, se tome cumplida venganza del general gallego, mediante la destrucción de alguna presa levantada en el periodo preconstitucional. Corren tiempos de espiritualismo climático, y son precisamente aquellos que se dicen «de izquierdas» los más ardorosos combatientes del contaminante lema «sóviets y electricidad». En consecuencia, España, congraciada con Gea, marcha hacia una desindustrialización que acarreará devastadoras consecuencias para los sectores más débiles de nuestra sociedad.
Frente a este futuro cargado de nubarrones negros, algunos de ellos, carbonatados, Vox ha lanzado el lema «Soberanía energética», rótulo que ya circulaba a finales de los años 70 en los que se hicieron patentes los efectos de la crisis del petróleo y que a algunos les provocará una pavloviana reacción que conectará con la idea límite de autarquía. Nada hay, sin embargo, de novedoso en la puesta en circulación de un lema que remite a una realidad propia de toda sociedad política asentada, necesariamente, sobre un territorio del cual extrae recursos. Nada hay de novedoso, y sí mucho de realista, en el planteamiento de Vox, pues si el rótulo tiene ya una apreciable trayectoria, la idea que subyace bajo él formó parte, por ejemplo, de las respuestas que Gustavo Bueno dio en 1995 a las «Diez propuestas, “desde la parte de España”, para el próximo Milenio», planteadas por la Fundación de Cultura del Ayuntamiento de Oviedo. La tercera de ellas decía lo siguiente: «Plan energético nacional que tome en consideración la energía nuclear y el aprovechamiento al máximo de las posibilidades agrícolas y ganaderas de España».
España marcha hacia una desindustrialización que acarreará devastadoras consecuencias para los sectores más débiles de nuestra sociedad
La aspiración a aminorar todo lo posible nuestra dependencia energética, un vínculo que se paga con algo más que divisas, parece un objetivo más que razonable. Sin embargo, España, lastrada por una deuda asfixiante y con una política internacional errática, sigue debatiéndose entre la pulsión regional, en la que prima el particularismo, y la globalista, cuyas determinaciones en materia climática se dictan bajo la abstracción de un mundo sin fronteras y son beatíficamente asumidas por una sociedad dispuesta incluso a thunbergizarse.