Vaciando una estantería, acto que obliga a cierta relectura, topé con un número de la Revista de Occidente del año 2014. Si lo había leído en su día, ya no recordaba gran cosa. Lo abrí por calibrar mi desmemoria y encontré un artículo que atrajo mi atención: «Homo Twitter», del politólogo mexicano César Cansino (dicho sea politólogo con toda seriedad).
El artículo era estupendo. Cansino partía de un libro de Giovanni Sartori de 1998, Homo Videns. La sociedad teledirigida. Según el italiano, décadas de televisión habían provocado una involución biológica en el humano, pasando de Homo Sapiens a Homo Videns. Sometidos a bombardeos de imágenes, las personas nos volvíamos incapaces de abstracción y pensamiento lógico, en una teledemocracia marcada por la apatía y la ignorancia.
Y la tesis de Cansinos era que Twitter llegaba en ese momento como una revolución constituyendo un «ágora moderna de deliberación y confrontación de ideas y opiniones». La red social servía para devolver a los ciudadanos, junto a su opinión, su centralidad política. «Twitter marca un parteaguas evolutivo de la mayor trascendencia para la humanidad»; emergía un nuevo ciudadano, un nuevo estadio positivo en la cadena evolutiva: del Homo Videns al Homo Twitter.
Si el Homo Videns, con el mando de distancia en la barriga como Homer Simpson, había matado al Sapiens, el Homo Twitter mataba al Videns evolucionándolo. Recogía su cultura de la imagen, pero también restituía la escritura. El Homo Twitter era heredero a la vez de la imagen y de lo digital, y en tanto Homo Digital buscaba la síntesis y la brevedad. Twitter nacía así con un límite de 140 caracteres.
La brevedad era el rasgo de una escritura concentrada, persuasiva, que saltaba «de lo implícito a lo explícito, de lo abstracto a lo concreto»; un pensamiento superficial, en corto, destinado a la simplicidad. Volvía la escritura hacia la ligereza. No palabra alada de poeta, sino palabra alada del pajarillo del Twitter inicial. Un trino, unos breves caracteres. Una escritura superficial, liviana, sencilla, ¿y no iba a tender esto, en cierto modo, al sentido común?
Solo importaba el tuit, escribía este profesor allá en 2014, «el Homo Twitter existe por sus tuits, y no al revés. Por eso el Homo Twitter puede ser anónimo o no, el resultado siempre es el mismo. Lo que importa es el tweet«. Ser anónimo o no era lo de menos. Es más, la indistinción era parte fundamental del sitio, característica. Uno era la fuerza de sus tuits, su estela retuiteada; y los tuits, pequeños impulsos expresivos y comunicativos, eran casi un género literario. En esa época se comparaba el tuit con el aforismo, con la greguería, con el verso, con el epigrama… Estas cosas se decían en los periódicos y tan cierto es que «solo importaba el tuit» que allí competían, dialogaban, se cruzaban, se mezclaban tuits de anónimos y de famosos; si al principio la fama se hacía notar, luego, en la arena del 140, se podía llegar a imponer el tuit de un don nadie. Así de democrático y abierto era.
(Esa mezcolanza y digamos promiscuidad de famosos y anónimos se acabó. Los primeros, al verse amenazados, se fueron y las relaciones entre unos y otros acabaron salvo que volvieran o se mantuvieran en el esquema inicial, según la antigua jerarquía: los anónimos como séquito de la divinidad mainstream).
El tuitero era ya en 2014 algo distinto al televidente. Lo evolucionaba porque el telespectador solo miraba. Veníamos justo de la época de la telerrealidad, de los realities (Trump también). De mirar, de espiar, de curiosear pasivamente. Pero Twitter ofrecía las dos caras: mirar y ser visto, mirar y exhibirse, leer y ser leído. El espectador daba un paso hacia el actor, el protagonista.
La televisión tenía por entonces muy mala fama. Producía un ciudadano voyeur, pasivo, alienado. Ahora, sin embargo, las críticas las recibe Twitter, considerada una gran amenaza regulable, mientras se olvida la televisión. Resulta fácil de entender. El espectador del videoclip, en el cambio de siglo, llegaba a recibir 100 imágenes por minuto y no hablaba, no respondía, no opinaba; solo miraba y miraba. ¿Podemos imaginar algo así ahora? ¿Recibir mil estímulos y no decir ni pío? Por eso, el espectador de entonces, ya fuera de videoclips o de realities (en eso crecimos, nuestra infancia y juventud) era políticamente inocuo, porque no generaba problemas. No hablaba. Era puro receptor mudo.
El problema ahora está en las redes, se dice, en X, en Tik-Tok, mientras que la televisión, de repente, descansa pacíficamente, ya no se considera una amenaza para la democracia. El libro de Sartori se metió en un cajón y la televisión se tiene incluso por instrumento contra la desinformación y, por tanto, escudo democrático.
En 2014 no había habido Brexit, ni Trump, ni derecha patriótica, solo conocíamos las primaveras árabes (buenas y bellas en sí mismas), así que de Twitter se hablaba de una manera completamente opuesta, como demuestra el penetrante artículo referido. No era un problema, era la solución.
César Cansino veía en Twitter «la nueva representación del sujeto político»; y en el Homo Twitter «la nueva encarnación del Zoon Politikón«, es decir, la nueva representación del ciudadano que opina de los asuntos públicos.
«Twitter es el vehículo moderno que restituye a la sociedad su centralidad y protagonismo frente a los déficits de representatividad que acusaba desde hace tiempo».
Si el Homo Twitter era evolución digital del Homo Sapiens y superaba el involutivo Homo Videns, Cansino veía en ello también una «síntesis virtuosa» del Zoon Politikon con el Homo Ludens: animal político que juega (así podríamos describirlo), una participación libre y lúdica, una expresión juguetona y seductora.
Por entonces se pensaba que opinar y debatir entre opuestos, en condiciones abiertas de igualdad y pluralidad, no solo era algo bueno, sino la naturaleza misma de la política.