El 28 de febrero, durante la sesión de la Comisión Constitucional, el portavoz de Junts, Josep Pagès Massó, aclaró a Cayetana Álvarez de Toledo que no debía imputar la amnistía al ministro Bolaños. Aclaró que la redacción de la ley de amnistía había sido cosa de sus mismos beneficiarios. La pasada semana, el día en el que la ley recibió el aval de las seis togas más polvorientas, Jordi Turull, secretario general de Junts, se apresuró a confesar que él participó en su redacción, antes de acusar al Tribunal Supremo de prevaricar por mantener la orden de detención que pesa sobre Carlos Puigdemont. Ante el éxito obtenido los secesionistas se dan codazos para salir en la foto de los redactores de una ley que no sólo olvida lo ocurrido, sino que sienta las bases para un nuevo y anunciado golpe de Estado. «Lo volveremos a hacer», proclaman, ufanos, los secesionistas a los que su odiado Estado español mima.
Para conseguir la total impunidad de sus actos, para el ansiado regreso de Puigdemont, que hace casi un año se dio un garbeo por el centro de Barcelona sin que nadie tocara un pelo de su famosa cabellera, tan sólo queda el obstáculo del Tribunal Supremo, que sigue insistiendo en la imposibilidad de amnistiar el delito de malversación de fondos, algo sobre lo que los muchachos de Conde-Pumpido no se han pronunciado. Los dineros, como en el caso de Al Capone, son la última posibilidad de bloquear el renacimiento golpista del que tendremos nuevos episodios a la vuelta del verano.
En medio del gallareo de los golpistas, se abrió paso la voz del máximo representante del Estado en Cataluña, Salvador Illa, que, una vez conocida la decisión del Tribunal Constitucional, dijo: «Como presidente de Cataluña me duele que en Cataluña haya personas que todavía no se hayan podido beneficiar de esta ley de amnistía», en clara referencia al fugado Carles Puigdemont, cuyas políticas, singularmente la de la marginación del español, han tenido continuidad con la llegada al poder del líder del PSC. Apenas un día después de dolerse por la situación del golpista afincado en el corazón de Europa, Illa, que en su día, cuando convenía, sostenía la inconstitucionalidad de la amnistía, recibió la visita de Albares, ministro que se deja la piel para hacer oficial el catalán en la Unión Europea, al tiempo que mantiene sus anteojos empañados frente a la realidad de la marginación que sufre la lengua de Cervantes en la tierra gobernada por su anfitrión.
Un siglo después de que Miguel de Unamuno pronunciara su famoso «¡Me duele España!», Illa se duele por el golpismo pues, a pesar del tono beatífico que emplea en sus manifestaciones, el licenciado en Filosofía que gobierna Cataluña es plenamente consciente de la necesidad que su partido, y su sucursal de Ferraz, tienen de un secesionismo sólido. El proyecto confederal debe seguir su curso, y para ello, es necesaria la acción coordinada de los dos socialismos, el catalán y el estatal, siempre dispuestos a debilitar la unidad de la nación, siempre abismados ante los cacicazgos regionales. De ahí que un representante de cada marca, el doliente Illa y Bolaños, actúen como arietes contra un Tribunal Supremo que todavía resiste.