«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
(Santander, 1968). Jefe de Opinión y Editoriales de La Gaceta de la Iberosfera. Ex director de La Gaceta de los Negocios, de la Revista Chesterton y de Medios Digitales en el Grupo Intereconomía. Ex jefe de Reportajes en La Razón. Formado en la Escuela del ABC. Colaborador de El Toro TV y de Trece Tv. Voluntario de la Orden de Malta. Socio del Atleti. Michigan es su segunda patria. Twitter: @joseafuster
(Santander, 1968). Jefe de Opinión y Editoriales de La Gaceta de la Iberosfera. Ex director de La Gaceta de los Negocios, de la Revista Chesterton y de Medios Digitales en el Grupo Intereconomía. Ex jefe de Reportajes en La Razón. Formado en la Escuela del ABC. Colaborador de El Toro TV y de Trece Tv. Voluntario de la Orden de Malta. Socio del Atleti. Michigan es su segunda patria. Twitter: @joseafuster

Eso es imposible

8 de noviembre de 2013

A las ocho de la mañana, José Manuel Rebolledo, un octogenario sin prisas, se puso la gabardina, se cubrió con un sombrero, salió a la calle y caminó sin prisas cuatro kilómetros hasta el puesto de flores donde todos los días, desde que enviudó en 1998, compraba una docena de claveles rojos por doscientas pesetas, o sea, cuatro euros al cambio.

Vicenta Ros, la florista, vio llegar de lejos a Rebolledo y pulverizó un chorro de agua sobre los claveles que había envuelto en una hoja de periódico del día. “Ché, don José”. Rebolledo se tocó el ala del sombrero y sonrió mientras sacaba un portamonedas de cuero ajado, le daba un par de meneos y alargaba cuatro monedas de un euro a Vicenta, que gorgoriteó alegre al ver la calderilla.

Con el ramo de flores en el pecho y la vista fija en el resbaloso empedrado de la entrada, el octogenario empujó la verja cerrada del cementerio y caminó entre las tumbas sin fijarse en que a cien metros parpadeaban las luces de cinco patrullas de la Policía. El viejo escuchó una voz fuerte: “¿A dónde va usted?”. Rebolledo levantó la vista y vio a cuatro agentes que corrían hacía él. “No se puede entrar”. Rebolledo balbuceó, estupefacto: “¿Qué ocurre?”. Los policías gesticularon, “Tiene que marcharse, señor”.
Justo entonces, Leonardo, el guardés, llegó a la carrera y se interpuso entre los policías y el viejo. “No se preocupen, yo respondo, yo le llevo a la salida”. Rebolledo miró a Leonardo y preguntó sin hablarle. Leonardo, quieto parado, miró a su alrededor y señaló con un gesto discreto las tumbas que estaban llenas de confeti y serpentinas. No unas tumbas. Todas las tumbas desde la entrada hasta la tapia del norte estaban cubiertas como
si hubiera habido una gran fiesta. “¿Pero quién ha entrado aquí?” –preguntó Rebolledo. Leonardo le agarró del brazo y le llevó despacio hasta la salida: “No ha entrado nadie”. Rebolledo pensó durante diez segundos y tragó saliva: “¿Pero qué dice usted, Leonardo?”. El guardés sacudió la cabeza: “No sólo aquí. Dicen que todos los cementerios de España han amanecido igual”.
Rebolledo escuchó el sonido metálico de la verja que se cerraba detrás de él. Cuando llegó a su casa, el viejo desenvolvió los claveles, los puso en un jarrón y extendió la hoja del periódico en la mesa de la cocina. Algo en aquel diario llamó su atención. El viejo achinó los ojos y silabeó: “El Supremo anula el indulto que, a propuesta del ministro de Justicia, concedió el Gobierno a un kamikaze homicida cuyo abogado era el hermano de un ex subsecretario de Justicia con el PP que trabajaba en el mismo bufete que el hijo del ministro”.

Rebolledo se quedó quieto durante un segundo, mientras una luz rápida cruzaba su cerebro. Entonces, el viejo musitó: “Eso es imposible”.

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