A estas alturas del envenenamiento del problema separatista en Cataluña ha quedado claro que la causa de este desastre es doble, por un lado la deslealtad y el fanatismo de los nacionalistas y por otro la lenidad, la cobardía y el oportunismo de los dos grandes partidos nacionales. Pero hay otro factor que también es relevante y que no tiene naturaleza política. Se trata de las tremendas equivocaciones de los Gobiernos de la Nación a la hora de maniobrar frente a tan espinosa cuestión. Si no hemos tenido la suerte de que La Moncloa fuese ocupada por patriotas honrados y resolutivos, por lo menos hubiera sido de agradecer que no fuesen manifiestamente incapaces. Veamos como ejemplo de su llamativa torpeza el episodio penoso de la presentación de una querella contra Artur Mas por sus posibles delitos de desobediencia, prevaricación, malversación y usurpación de competencias. Resulta obvio que si un representante público incumple la ley, ha de ser objeto de la correspondiente sanción, al igual que cualquier otro ciudadano. Y es asimismo conocido que corresponde a la fiscalía formular la pertinente acusación y velar por el respeto al ordenamiento vigente. Pues bien, la torpeza del Gobierno ha convertido un acto que podía haber sido ejemplarizante y fortalecedor de la moral de los catalanes partidarios de seguir siendo españoles en un espectáculo patético y debilitador de la autoridad del Estado. Sería interesante saber quién fue el genio al que se le ocurrió la brillante idea de que fuesen los fiscales destinados en Cataluña los que decidiesen inicialmente si era procedente o no tal iniciativa. Era notorio que los fiscales destinados en el Principado, tanto por su conocida filiación política en algunos casos como por su previsible amilanamiento ante la presión ambiental en otros, ofrecerían resistencia a la hora de poner al Presidente de la Generalitat contra las cuerdas de la jurisdicción penal. Por consiguiente, situar el asunto en sus manos ha sido pura y llanamente una estupidez, y así ha salido. Lo inteligente hubiera sido poner en marcha el procedimiento directamente desde la Fiscalía General del Estado, lo que hubiera tenido todo el sentido al haber sido desobedecido un órgano de ámbito nacional como el Tribunal Constitucional, por la trascendencia y gravedad de las eventuales infracciones y por el alto rango institucional de los presuntos infractores.
Hay errores que se explican por las circunstancias o por la mala suerte, pero hay meteduras de pata que únicamente se deben a la cortedad de los que las perpetran. Si España acaba desapareciendo como entidad política, histórica, jurídica, económica y cultural reconocible, los motivos habrá que buscarlos por supuesto en la corrupción, la pusilanimidad, la ignorancia, el cortoplacismo y la indolencia de sus élites dirigentes de las últimas tres décadas, pero sería tristemente lamentable que una Nación que ha sobrevivido a los Austrias menores, a Fernando VII, a Isabel II y a Alfonso XIII, sucumbiera bajo el peso de la ofensiva incompetencia de la clase política alumbrada por nuestra gloriosa Transición.