El 20 de marzo del año pasado, el Congreso de los Diputados se convirtió, una vez más, en un altavoz no metafórico sino literal, pues su espacio se llenó con las voces dadas por la ministra de Igualdad, Ana Redondo, que sucede en el cargo a Irene Montero, reputada vocinglera. En aquella sesión, en el que el parlamento fue sustituido por el berrido, la Redondo, en su respuesta al popular Jaime de Santos, gritó por tres veces un «¡Vergüenza!», seguido de otros tres «¡No se puede!», que forman parte, al igual que aquellos disparos de Tejero, de la atmósfera del edificio. Enmarcado por sus habituales pendientes, cuyas plumas, imagino, nada tienen que ver con los gallos —casta, belleza y pluma— de sus escatológicos paisanos, el rostro de la ministra se crispó hasta extremos indecibles. Por razones fácilmente adivinables, las poseedoras de la cartera que elaboró la ley del Sólo del sólo sí es sí, dotada en 2024 con 511,5 millones de euros, son las que más usan de gestos y gritos. Alaridos, incluso, con los que tratan de transmitir, especialmente la Montero, la idea de que los jueces son una panda de recalcitrantes machistas que no han sabido entender el verdadero espíritu de la ley. Poco importa que en la actualidad, el 57,2% de los jueces y magistrados sean hembras, frente a un 42,8% de machos. Si esa es la realidad, pensará la avecindada en Galapagar, peor para la realidad, pues el relato debe permanecer inalterable.
Ana Redondo ha regresado esta semana a la actualidad, después de que un sacerdote de Segovia haya negado la comunión a una pareja homosexual. Tirando de gremialismo, la doctora ha invocado nada menos que el artículo 14 de la Constitución española —«Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social»— para salir en defensa de los dos ciudadanos a los que se les ha negado la hostia consagrada bajo el siguiente argumento, esgrimido por el Obispado: «Para recibir la Eucaristía, tanto si son homosexuales como heterosexuales, se necesitan unas condiciones objetivas de moralidad, y que la Iglesia tiene autoridad para negar la comunión cuando no se cumplen, sobre todo si provoca escándalo entre los fieles como ha sucedido en los casos de Segovia».
Las relaciones de las izquierdas españolas con la Iglesia católica son todo un mundo. Los que se conducen bajo un ciego anticlericalismo anticatólico, pues es raro encontrar alguna crítica a un imán, se fijan en los casos de pederastia y piden unas reparaciones que no colectivizan del mismo modo cuando los que comenten tan graves actos van enfundados en un chándal, por poner un ejemplo. Paralelamente a esta denuncia, que se acompaña, a veces, con la de los supuestos bebés robados por hombres y mujeres con faldas, se sitúan los que ven en ciertos sectores de la iglesia, los constituidos por los llamados curas rojos, grupo en el que figura desde el padre Llanos, ex confesor de Franco, al sacerdote de la bufanda, perejil de todas las salsas madrileñas, una oportunidad, dominada por el diálogo y el eticismo. Todos conocemos los resultados del diálogo cristiano-marxista, pero ¿acaso el PSOE no renegó del filósofo alemán hace medio siglo?
En este totum revolutum se mueve la ministra, incapaz de entender que, para fortuna de nuestra nación, construida bajo cánones católicos, la política y la religión son, a diferencia de lo que ocurre en las teocracias, mundos disociados. No cabe, por ello, y Redondo no puede ignorarlo, por más rédito político que le pueda dar al Gobierno, apelación alguna al texto constitucional, cuya invocación a la igualdad no afecta, por cierto, a la ley Sólo del sólo sí es sí, cuyo ámbito de aplicación excluye —«La presente ley orgánica es de aplicación a las mujeres, niñas y niños»— a los varones, gusten o no, de otros varones.